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lunes, 14 de octubre de 2024 | Última actualización: 15:22

Inmigración: derechos y deberes

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Miguel Bataller. Ciudadano del Mundo y Jubilado.

Como consecuencia de la masacre de Paris, recordé unas vivencias experimentadas durante mis visitas a Australia durante el final de la década de los setenta y principios de los ochenta.

Por entonces  había una avalancha de orientales que solían llegar a aquel continente huyendo de los conflictos que se generaban en el sudeste asiático, Laos, Cambodia, Vietnam e Indonesia por su proximidad eran un vivero abundante de mano de obra necesaria para el desarrollo australiano y de Singapur solían llegar estudiantes Universitarios que solían cursar allí sus estudios superiores en aquella época.

Tanto unos como otros, estaban obligados a rellenar unos formularios extensos, por los que se comprometían a respetar las Leyes, usos y costumbres australianas, y en caso de vulnerarlas y poder demostrarse suficientemente eran expulsados ineludiblemente del país.

Según se comentaba el nivel de tolerancia era muy bajo, porque los australianos sabían muy bien que de no controlar el flujo de inmigrantes adecuadamente en el curso de pocos años se encontrarían en minoría y el control que ejercieron fue excelente.

Posteriormente he leído declaraciones de diferentes gobernantes, mostrando el mismo espíritu y exigiendo la total integración de los que se iban incorporando a la sociedad australiana y conminando a los que consideraran que les resultaba imposible integrarse, que volviesen a sus lugares de origen sin la menor duda.

También en Canadá se promulgaron edictos en ese sentido hace bastante tiempo.

Sin embargo las democracias europeas y los Estados Unidos hemos permanecido ajenos al problema hasta fechas muy recientes, es decir hasta que nos hemos percatado de las lamentables circunstancias en las que nos encontrábamos fruto de nuestra tolerancia y de la intransigencia de algunos de nuestros inmigrantes.

Es cierto que la mayor parte de los que llegan son gente pacifica, que se siente feliz y dichosa de vivir en este mundo, tan distinto del que vivieron.

Y mientras las condiciones de vida mejoran las que tuvieron, todo funciona correctamente.

Por eso en la primera y segunda generación de musulmanes que llegaron a Europa en busca de un futuro mejor, normalmente no hemos tenido excesivos problemas.

Pero siempre faltaron esos códigos de conducta, ese resumen de derechos y deberes del  inmigrante al llegar a suelo europeo, en el que quedaran reflejados perfectamente tanto unos como otros.

Y del mismo modo que la condición humana es exigente y pide cada día mejores condiciones en esta sociedad de bien estar que construimos entre todos, deberíamos habernos preocupado de educar a los recién llegados conscientes de sus obligaciones para con esa sociedad a la que se incorporaban.

En eso hemos fallado de un modo lamentable.

La cultura magrebí y musulmana en general, dista mucho de la occidental actual.

Y lo más triste y lamentable, es que la misma mujer musulmana, asume con resignación aquí el papel que solía tener en su mundo.

Y precisamente por eso la integración se dificulta enormemente.

Acaban viviendo demasiados en sus propios guetos, conservando sus costumbres inveteradas que chocan frontalmente con nuestra cultura y forma de vivir.

Y cuando la tercera generación educada en nuestros colegios, pero formada en gran manera en sus mezquitas o madrasas por imanes con ideas torcidas, llegan a la vida laboral y no encuentran  una salida adecuada, es cuando se inicia el problema verdadero, porque se les recluta para esa absurda “Guerra Santa” en la que no va a haber nunca vencedores ni vencidos, porque todos llevaremos las de perder.

Si cada mezquita que se ha edificado en Europa, hubiera sido acompañada por una Iglesia Cristiana en sus países de origen, a todos nos hubiera resultado mas fácil entendernos, porque unos y otros podríamos entender mejor a nuestros interlocutores.

Pero no ha sido así, y mucho me temo que hemos llegado tarde en ese proceso, aunque no estaría de más intentarlo y llevarlo a la práctica.

Hay que respetar al inmigrante, pero exigiéndoles el mismo respeto a nuestra cultura y forma de vivir y sobre todo a nuestras vidas.