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martes, 11 de noviembre de 2025 | Última actualización: 12:15

La muerte, ¿final o tránsito?

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Habitualmente celebramos el cumpleaños, el día del nacimiento a esta vida. Y, cuando se pregunta por la fecha de nacimiento de un difunto, se remite también a ese día. La Iglesia procede de otro modo: “el día del nacimiento” de sus hijos -el dies natalis- es el día de la muerte. Eso explica que cuando declara que alguno de ellos es santo, fija la celebración de su fiesta en el día de su muerte, no el de su nacimiento.

Este modo de proceder de la Iglesia responde a la concepción cristiana de la muerte. La Iglesia sabe que el ser humano, como todos los seres vivos de la tierra, nace, cambia con el paso de los años, envejece y al final experimenta en su carne la muerte corporal. Pero la fe cristiana, a diferencia de quienes tienen una concepción materialista del mundo y del hombre, profesa que la muerte no es el final total del ser humano, sino el final de su etapa terrena y de su peregrinación por este mundo. La muerte no el final de nosotros mismos: nuestra alma es inmortal y nuestro cuerpo está llamado a la resurrección al final de los tiempos.

La muerte, consecuencia del pecado, “fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21)” (Catecismo, 1009). Cristo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida. La fe de la Iglesia no ve en la muerte una tragedia que nos destruye y sepulta en el reino de la nada, sino la puerta que nos abre a una nueva vida, vida que no tendrá fin. El mayor enigma de la vida humana, la muerte, queda iluminado con la certeza de una eternidad con Dios.

Esta idea de la vida y de la muerte del hombre es una fuente inagotable de esperanza y de consuelo. Una esposa o una madre creyente, por ejemplo, dicen a su cónyuge o a su hijo a la hora de la muerte más que “adiós”, “hasta luego” o “hasta pronto”, sabedores de que un día volverán a encontrarse. El ramo de flores que depositamos en la tumba de nuestros antepasados, expresa nuestro afecto y nuestro convencimiento de que ellos perviven y de que nosotros nos sentimos unidos a ellos con vínculos muy reales. Lo mismo ocurre con el diálogo que tantas veces mantenemos con ellos: no es un sentimentalismo vano, sino que responde a una realidad muy profunda.            

La muerte no es final de todo. Para quienes creemos en Cristo, la muerte es una puerta o un tránsito que nos introduce en el encuentro definitivo con Cristo y con todos con los que hemos estado unidos en esta vida y han muerto en el Señor.