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lunes, 20 de mayo de 2024 | Última actualización: 20:24

Los latidos de Europa

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Pablo Royo. Humanista.

Para conocer Europa hay que sentir los latidos de Europa.

Para acercarte a Ella has de circundar la Acrópolis ateniense, origen de la cultura occidental y madre de la democracia; reconstruir las ruinas romanas, substrato de la lenguas romances y bases del derecho occidental; diluirte en el silencio divino del Vaticano y suspenderte en sus bóvedas renacentistas; escalar los Alpes y peinar sus cumbres repetidas; penetrar en el antiguo Imperio Austrohúngaro siguiendo la estela del Danubio perfumado de ese aire barroco con tizne neoclásico; entrar en el absolutista Palacio de Versalles y comprender el porqué de la Revolución Francesa; detectar el protestantismo nórdico, fuente de su incipiente desarrollo científico y progreso social; reconocer al pueblo inglés, tan brillante, industrial y creativo como egoísta de tradición neoliberal; recorrer desde Roncesvalles el Camino de Santiago, para pedir a Dios, si lo hubiera, que devuelva al hombre europeo a sus tiempos de prosperidad. Pero, también uno debe pisar Auswitch, y tocar los graffitis del muro de Berlín, que encarnó la Guerra Fría y partió el alma de Europa durante 28 años, y cuyas secuelas se perciben hoy en la excomulgación del comunismo europeo contra el recelo de Rusia; tocar el corazón de Bruselas, desde donde se esculpe una Europa que se cuartea, se deshace por momentos.

Cómo definirla, Europa es esa damisela de tupida mirada clásica y salvaje, escurridiza, de lozana madurez y belleza insultante, que se haya en un estado crítico de identidad.

La cultura europea constituye un mosaico maravilloso, repleto de aromas, tonos  y colores, etnias, pueblos y estilos de vida diversos. Ha conocido épocas de esplendor como decadentes al amparo de la ciencia y la fe, y también vivido el delirio.

Por eso, el término “europeo” no debería reducirse a un mero apelativo geográfico, una simple etiqueta continental, o un hueco calificativo burocrático o económico, sino concebirse como un sentimiento de pertenencia integrador a una cultura compartida.

Pero, para sintetizarse con esta semiótica cultural uno debe educarse con Europa, y ésa es la fundamental labor de los docentes quienes deberían cultivar esta identidad.

Hoy, Europa ve como la terrible crisis económica ha obligado a diseñar una regulación financiera común; el insoportable paro sacude los países bañados por el Mediterráneo; la vallas fronterizas que lindan con Melilla, Ceuta o Lampedusa son atravesadas por oleadas de cientos de inmigrantes subsaharianos y otras partes de África; el despliegue militar de Rusia en Crimea la pone en alerta, en una encrucijada ante su dependencia energética de gas ruso, mientras Ucrania se halla sumida en una situación de desastre económico e inestabilidad política, y EEUU vigila atenta desde la distancia a Rusia; la soberbia alemana genera una desigualdad que conmueve las bases de la UE; los discursos populistas alimentan el euroescepticismo ante el avance de vigorosos nacionalismos proteccionistas; los países más tocados por la crisis reclaman una estrategia para el crecimiento industrial ante el desinterés de los países de la Europa del norte; los sectores energéticos y de la comunicación exigen una regulación que suponga menor coste para competir con los mercados norteamericanos y asiáticos,…

Europa necesita un oído donde arrojar sus inquietudes, y lo que necesita la política europea es escucharla para comprender las problemáticas que la abruman. Sin embargo, la burocracia internacional desoye sus demandas y la disfraza cada día de una diplomacia inoperante al mando de un prepotente gobierno franco-germano sobre el que cuelgan como títeres los países sur europeos, en una Europa fracturada e invertebrada.

En suma, el espíritu de Europa dañado por la ola ultraliberal que la UE impuso desde los ochenta, banalizó la amistad cultural y ética política, desbordadas por un constructo económico-político que en boga de lo positivo, hoy la supervivencia del Euro, no posee todavía el sentido de trascendencia política y ultimidad como para escuchar sus latidos, los latidos que reclaman auxilio ante la mirada de millones de europeos, frente el ascenso de un euroescepticismo que amenaza paralizar el espíritu europeísta, decisión vital que los ciudadanos deben tomar las próximas elecciones europeas del 25 de mayo, pues está en juego el destino de Europa, nuestro destino.