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viernes, 26 de abril de 2024 | Última actualización: 12:34

Amor y servicio a los enfermos

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Casimiro López. Obispo de Segorbe-Castellón.

En la fiesta de la Virgen de Lourdes, el 11 de febrero, toda la Iglesia celebra la Jornada Mundial del Enfermo. Es un día para renovar la cercanía, la solicitud y el afecto hacia los enfermos.

El Papa Francisco ha escrito con motivo de esta Jornada que "cada paciente es y será siempre un ser humano, y debe ser tratado en consecuencia. Los enfermos, como las personas que tienen una discapacidad incluso muy grave, tienen una dignidad inalienable y una misión en la vida y nunca se convierten en simples objetos, aunque a veces puedan parecer meramente pasivos, pero en realidad nunca es así". En esta acogida y respeto de cada vida humana, sobre todo de la débil y enferma, el cristiano sigue el ejemplo de Cristo, que se ha inclinado ante los sufrimientos físicos y espirituales del hombre para sanarlos.

La parábola del buen samaritano es un referente permanente y siempre actual para toda la Iglesia y, de forma especial, para su servicio en el campo de la salud. En esta parábola, Jesús con sus gestos y palabras manifiesta el amor compasivo y misericordioso de Dios por cada ser humano, en especial por los enfermos y los que sufren. Al final de la parábola, Jesús concluye con un mandato apremiante: “Anda, y haz tú lo mismo”. Se trata de un mandato incisivo: Jesús nos indica cuáles deben ser también hoy la actitud y el comportamiento de todos sus discípulos con los que necesitan de sus cuidados. El samaritano, comentan muchos Santos Padres de la Iglesia, es el mismo Jesús. Mirando cómo actuaba Cristo podemos comprender el amor infinito de Dios, sentirnos parte de este amor y enviados a ser samaritanos, y manifestarlo con nuestro amor y servicio a todas las personas que necesitan ayuda porque están heridas en el cuerpo y en el espíritu.

Pero esta capacidad de amar no viene de nuestras fuerzas, sino de haber experimentado el amor de Dios en una relación personal y vivificante con Cristo. De ahí derivan la llamada, el deber y la capacidad de cada cristiano de ser un “buen samaritano”, que se detiene y es sensible ante el sufrimiento del otro y que intenta y quiere ser “las manos de Dios”. Jesús siempre atendía a los enfermos. Pero su curación llegaba más allá: Jesús liberaba del pecado. Quería que el ciego buscara una luz más profunda que la de sus ojos: la luz de la fe; que la samaritana apeteciera un agua que le saciase su sed más que la del pozo: el agua viva; o que el leproso agradeciera una liberación más plena que la de su enfermedad: la liberación del pecado.

La Iglesia lo ha hecho y lo sigue haciendo hoy por medio de sacerdotes, religiosos y seglares que han sentido de modo particular la vocación de trabajar en el campo de la salud. El amor a los enfermos y su atención no puede faltar nunca en la acción pastoral de nuestra Iglesia diocesana, de cada parroquia y de las familias. Los enfermos han de ocupar un lugar prioritario en la oración, vida y misión de todas nuestras comunidades cristianas y de los cristianos.