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martes, 21 de mayo de 2024 | Última actualización: 17:43

Un momento para la reflexión

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Santiago Beltrán. Abogado.

Ahora que hace apenas unos días se ha cumplido el segundo aniversario de las últimas elecciones generales, no estaría de más recordar que esta es la X legislatura de nuestra cada vez menos joven democracia. En 1979, con las primeras elecciones del uno de marzo de ese año, y precedida por la constituyente, echó a andar la primera de las legislaturas democráticas. Apenas unos meses atrás, en diciembre del 78, se había aprobado en referéndum, por una inmensa mayoría de españoles, la Carta Magna, norma fundamental y suprema de nuestro ordenamiento jurídico, que desde entonces ha sido la guía absoluta de los poderes públicos y de todos los ciudadanos. Han transcurrido nueve legislaturas y treinta y cuatro años desde entonces, y la sensación de reconciliación nacional que la Constitución representaba, tras un período de transición política ejemplar, a decir de la inmensa mayoría de analistas nacionales y extranjeros, se ha evaporado en sus aspectos más fundamentales.

Precisamente porque la Constitución era el resultado de un pacto entre la mayoría de fuerzas políticas presentes, de la más variada procedencia ideológica, con intereses contrapuestos, por razones sociales, territoriales, económicas y políticas, el acuerdo definitivo plasmado en una norma fundamental se calificó de verdadero milagro, fruto de la altura de miras de aquellos personajes públicos casi desconocidos, que a partir de entonces comenzaron a sonar para el gran público, y todo aderezado por el gran chef, el monarca al que casi nadie quería pero que todos acabaron por aceptar.

Lógicamente, lo que entonces resultó modélico por las cesiones de unos y otros, pasado el tiempo, se ha transformado en una suerte de ajustado corsé que aprieta por todos lados. La cuestión, sin embargo, no es tanto los mimbres de la que está hecha la Carta Magna, sino el uso espurio que le han dado la mayoría de los políticos constituyentes y sus posteriores herederos. Aquellos que vinieron a servir al pueblo, han pasado demasiado tiempo sirviéndose en beneficio propio y de sus más allegados, y donde hubo liberalidad y entrega en sus orígenes, ahora solo encontramos egoísmo, avaricia y apego al cargo.

Hoy que muchos dicen que estamos tan bien, porque simplemente se ha conseguido frenar, a duras penas, la sangría económica a la que nos abocaron los anteriores dirigentes, con un enorme desgaste de los españoles, que tienen que sufrir la fiscalidad más alta de toda Europa, no estaría de más sentarse a reflexionar sobre lo que la democracia nos ha dejado en todos estos años, y entonces, y solo entonces, poder sacar alguna conclusión que nos sirva para el futuro.

Sin ánimo de ser exhaustivo y para citar algunos ejemplos que nos ayuden a entender de donde venimos, que situación hemos alcanzado y hacia donde estamos dispuesto a llegar, no deberíamos dejar de lado lo siguiente:

En primer lugar, que las dos grandes fuerzas políticas que nos han ido gobernando durante estas diez legislaturas (solo UCD rompe el oligopolio constituido por PSOE y PP), se han visto envueltas en casos de corrupción económica de todo tipo, ámbito y condición, cuya expresión máxima es la financiación ilegal de dichos partidos (la socialista con Filesa, ya condenada, y la popular, con Bárcenas, en tramitación judicial). Lo mismo cabe señalar de aquellos otros partidos y coaliciones nacionalistas, que han tocado poder durante este tiempo (CiU con Banca Catalana y el caso Palau, sin ir más lejos). Y por supuesto de los sindicatos mayoritarios, que a fuerza de imitar los comportamientos de otros, han ido nutriéndose de fondos públicos destinados a otros fines y menesteres (caso ERES de Andalucía, ahora ten en candelero) y por tanto, tampoco han faltado a su cita con la corrupción.

En segundo lugar, las fuerzas políticas territoriales o nacionalistas, cada día más voraces, no tienen ya suficiente con beneficiarse de la debilidad del Estado y de los gobiernos de turno, conniventes con sus estrategias perversas, y pretenden destruir el propio Estado, separándose del mismo y finiquitar una unión territorial de más de quinientos años de historia.

En tercer lugar, el resto de poderes públicos (el legislativo y el judicial) han sido meros instrumentos al servicio de los partidos, y su independencia y objetividad simple quimera.

En cuarto lugar, la Monarquía, otrora, modélica y ejemplarizante, ha seguido el signo de los tiempos, y sin saberse distanciar, ha caído envuelta en corruptelas impropias de la jefatura del Estado, ya fuera por acción o por omisión, por actitudes propias o de sus descendientes y afines.

En último lugar, la legalidad impuesta por las adocenadas y maniatadas Cortes, han condescendido especialmente con los poderosos y los criminales, y han reprimido con excesiva rigurosidad a los más débiles y a las víctimas.

Quizás, por todo lo anterior, junto con muchas otras cosas que dejamos en el tintero, no estemos tan bien como algunos dicen, solo para convencernos, sobretodo cuando hay tanta gente que sufre por falta de trabajo y oportunidades. Tal vez, si nuestros gobernantes hubieran sido más aplicados servidores públicos, la situación de todos los españoles habría alcanzado un mayor nivel de bienestar, a un coste infinitamente menor.