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sábado, 20 de abril de 2024 | Última actualización: 14:33

¡Somos nosotros, estúpidos!

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Rafa Cerdá. Abogado.

Corría el lejano año de 1992 (aquel en el que no cabía tanta efeméride junta ¿recuerdan?), cuando un fino asesor clavó en el tablón de información de una oficina, un folio donde se reseñaba una simple frase: “¡Es la economía, estúpido!”. Tan corta frase, condensa una de las mayores verdades a considerar en cualquier manual de estrategia electoral: menos circunloquios y más pisar la calle.

El éxito de este mantra político, aupó al demócrata Bill Clinton a la Presidencia de los Estados Unidos, tras derrotar de manera contundente a un aparentemente imbatible George Bush (padre), el hasta entonces Presidente, perteneciente al Partido Republicano y con una jalonada carrera de éxitos internacionales (Guerra del Golfo Pérsico, Conferencia de Paz para Oriente Medio iniciada en Madrid, etcétera). Se había encumbrado tanto allende sus fronteras, que el ciudadano medio norteamericano sentía que, su Gobierno se preocupaba de todo excepto de facilitar la vida a los propios votantes.

Justo en esa dirección se escora la clase política de esta España nuestra; todos hablan de ella. Ya sea para cargársela o para erigirse en salvador de la misma. Da igual. La cuestión siempre es confrontar, sin antes tener claro qué cuestiones son las que nos unen a todos. El pasado 6 de diciembre, la Constitución cumplió cuarenta años de vigencia.

Tiempo suficiente para poseer una cierta perspectiva sobre el legado conseguido a lo largo de cuatro décadas, y la conclusión no puede ser más evidente: desde 1978 este país ha avanzado de una manera extraordinaria en todos los campos. España se encuentra entre los veinte países más importantes del mundo, con una democracia consolidada, juega un papel más que destacado en el concierto de naciones libres y la influencia en Latinoamérica es insoslayable.

Pero, y en un ejercicio de torpeza colectiva, no nos lo creemos. En lugar de enorgullecernos de nuestra reciente historia, contamos las escasas ausencias del acto celebrado en el Congreso de los Diputados, mientras nos olvidamos de las masivas presencias.

Destacamos que ciertos diputados no aplaudieron al Rey Felipe VI, al tiempo que obviamos el atronador aplauso que recibieron, tanto el actual soberano como el actual monarca, por parte de una inmensa mayoría de los representantes de la ciudadanía. Se habla hasta la saciedad de la reforma constitucional, factor en la que estoy plenamente de acuerdo, pero el paso lógico frente a los que pretenden abrir el melón de los cambios es conocer su objetivo: ¿Qué aspectos se tocan? ¿Cuáles se dejan intactos?

Como únicas respuestas ciertas, me encuentro un vaporoso y taladrador referéndum sobre Monarquía y República, e incluir el derecho a la autodeterminación, legítima pretensión siempre que se respetasen los mecanismos de reforma que el mismo texto constitucional prevé, y la realidad nos demuestra todo lo contrario con el sempiterno problema gestado por el Gobierno de Cataluña.

Llevamos cuarenta años de libertad, si bien es cierto que se deben abordar mejoras a nivel institucional que eviten lacras como la corrupción, tan dañina a todos los niveles. Pero el éxito de la Constitución de la concordia de 1978, es abrumador.

La capacidad de entendimiento entre fuerzas políticas dispares, la flexibilidad a la hora de crear espacios de encuentro y la valentía a la hora de defender una convivencia común, se ha perdido en una maraña de sectarismos, intereses corto placistas y populismos de las dos riberas (derechosas e izquierdosas). ¿Quieren los políticos volver a conectar con la gente? Hablen su mismo lenguaje y compartan sus preocupaciones, sin identificaciones previas (tú eres de los míos, aquel es de los otros), y sobre todo, intenten resolver los problemas cotidianos de las personas.

Si quieren, señores y señoras de la clase política, se lo digo al estilo que iniciaba este artículo: ¡Somos nosotros estúpidos! Sigan este consejo por el bien de todos.