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martes, 14 de mayo de 2024 | Última actualización: 18:52

El clima

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Jorge Fuentes. Embajador de España.

Acabamos de volver de Varsovia donde hemos pasado casi todo el Otoño. Me llama la atención que nuestros amigos, sabedores de nuestro viaje, se compadecían de nosotros pensando en el frío que habríamos pasado por aquella ciudad septentrional.

Tuve que aclararles que los otoños en Varsovia suelen ser suaves y muy gratos y que, por añadidura, las viviendas están perfectamente equipadas con calefacción distribuida desde centrales térmicas por lo que uno puede andar por casa en mangas de camisa e incluso cerrar los radiadores durante parte del día para no sofocarse demasiado.

El mito de nuestro cálido y soleado país en el que se goza de una eterna primavera es exactamente eso: un mito, en particular si lo aplicamos a nuestra región, la costa mediterránea, el Levante. Nunca he pasado tanto frío como en Valencia en Otoño e Invierno.

Debido a la fama de tratarse de una región cálida, las casas están construidas con materiales pensados para combatir el calor -cerámica, ventanales grandes y poco aislantes- y con frecuencia, insuficientemente calefactadas. Recuerdo que en mi juventud, algunos de mis amigos del colegio venían a estudiar a nuestro piso de la antigua Avenida de Jose Antonio de Valencia huyendo de sus casas donde se helaban de frío.

Aunque no tiene mucho que ver, pienso en ello cada vez que oigo hablar del cambio climático, una teoría que algunos defienden apasionadamente y en la que otros no creen apoyados en los ciclos climatológicos del planeta que han sucedido siempre y que, según ellos, seguirán produciéndose.
La temperatura de la Tierra en la era pre industrial era de 14 grados, hoy es de 15 y si no se toman las debidas precauciones con miras al final del siglo presente, subirá 2 grados o más produciendo gravísimas consecuencias.

Los más insensatos pueden pensar que un aumento de uno o dos grados en cien años no es gran cosa y que en definitiva, para entonces no solo estaremos muertos sino que también lo estarán nuestros hijos y nuestros nietos, con un poco de suerte, serán unos ancianos venerables.

No es posible pensar así. Somos arrendatarios de un planeta que hemos de cuidar para que dure muchos milenios. Si en la cumbre que se está desarrollando en Paris -¡Cuánto celebro que la Ciudad Luz haya levantado cabeza tan pronto después de los atentados del 13/N!- no somos capaces de llegar al acuerdo que no fue posible alcanzar en Copenhague 2009, incorporando a los Estados Unidos y China al consenso (no olvidemos que esos dos países producen el 50% de CO2 del planeta), vamos a seguir embalados en esa carrera hacia el calentamiento global en un par de grados.

 

Y esos dos grados significan que los hielos polares se fundirían, el nivel del mar subiría alrededor de tres metros, las ciudades costeras desaparecerían cubiertas por las aguas, la flora y la fauna marina se perderían en buena parte, crecería la desertificación, aumentarían los fenómenos atmosféricos indeseables como los tornados, los sunamis, las inundaciones etc. El mundo habitable decrecería enormemente lo que conllevaría un cambio demográfico radical.

En pocos sentidos el género humano mostraría su insensatez como en no tomar en serio esta cuestión y seguir hoy y en las próximas generaciones, calentando el planeta, generando CO2 a lo loco, agotando las reservas energéticas minerales, no tomando en serio las energías renovables y convirtiendo nuestro pequeño mundo en una patata caliente que nadie se atrevería a asir.

La lucha contra el terrorismo internacional, la solución de las grandes migraciones, la superación de la crisis económica pueden parecer problemas más graves e inminentes. Es posible, pero no duden que a medio y largo plazo, las consecuencias del cambio climático generado por el calentamiento del planeta serian de carácter mucho más cataclismico e irreparable.