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jueves, 28 de marzo de 2024 | Última actualización: 10:42

El don de la reconciliación

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Casimiro López. Obispo de la Diócesis Segorbe-Castellón.

En mi carta anterior decía que, si somos sinceros, reconoceremos que hemos pecado y que estamos necesitados de perdón y de reconciliación. Ello nos llevará a ponernos en camino para pedir perdón y dejarnos reconciliar con Dios y con su Iglesia en el sacramento de la Penitencia. Para dar este paso son necesarias la luz y la gracia de Dios, que iluminan nuestro alejamiento de Dios y sus caminos por nuestros pecados, y la fuerza para volver a la casa del Padre; pero también es necesaria mucha humildad por nuestra parte para reconocer nuestros pecados y abrirnos a la misericordia de Dios y al don de su perdón y de su reconciliación.

Dios, Padre Santo, que hizo todas las cosas con sabiduría y amor, y admirablemente creó al hombre, cuando éste por desobediencia perdió su amistad, no lo abandonó al poder de la muerte, sino que compadecido, tendió la mano a todos para que le encuentre el que le busca, como rezamos en la Plegaria Eucarística IV.

La Sagrada Biblia nos muestra que Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad; Dios siempre está dispuesto a perdonarnos. El salmo 102 es una bella meditación sapiencial de la bendición de Dios, que perdona a su pueblo y protege a sus fieles. Así aparece también en numerosos encuentros salvadores de la vida de Jesús: desde el encuentro con la samaritana (cf. Jn 4,1-42) a la curación del paralítico (cf. Jn 5,1-18) o el perdón de la mujer adúltera (cfr Jn 8,1-11). Pero, sobre todo, se muestra la misericordia de Dios en las cono­cidas parábolas de la misericordia, que recoge el Evangelio de San Lucas: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo (cfr. Lc 15, 1- 31).

Todos y cada uno de nosotros tenemos necesidad de Dios, que se acerca a nuestra propia debilidad, que se hace presente en nuestra enfermedad, que, como buen Samaritano, cura nuestras heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza (cfr. Lc 10, 25-36). Dios en su infinita misericordia nos espera para darnos el abrazo del perdón como al hijo pródigo perdón, y se alegra cuando volvemos a casa.

Aunque deseemos sinceramente hacer el bien, la fragilidad humana nos lleva a caer en la tentación y en el pecado. Esta situación dramática la describe con todo realismo San Pablo: “Pues sé que lo bueno no ha­bita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no. Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo” (Rom 7, 18-20). Es la lucha interior de la que nace la exclamación y la pregunta: "¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nues­tro Señor!" (Rom 7, 24).

A esta pregunta responde de manera clara el sacramento de la Pe­nitencia, que viene en ayuda de nuestra debilidad y de nuestro pecado, alcanzándonos con la fuerza salvadora de la gracia de Dios y transformando nuestro corazón y los comportamientos de nuestra vida. En el sacramento de la Penitencia, Dios nos ofrece su misericordia y su perdón en Cristo Jesús mediante el ministerio de la Iglesia. En este sacramento, signo efi­caz de la gracia, se nos ofrece el rostro de un Dios, que conoce nuestra condición humana sujeta a la fragilidad y al pecado, y se hace cercano con su amor tierno, entrañable y compasivo. En el sacramento de la Penitencia Dios mismos nos ofrece el abrazo de su perdón y el don de la reconciliación.

Por designio de Dios, la Iglesia continúa la labor de curación de los hombres de todos los tiempos. Dios se convierte en prójimo en Jesucristo; cura nuestras heridas y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y donde anticipa lo necesario para costear los cuidados como en la parábola del samaritano. Cristo encomendó a su Iglesia el cuidado de sus hijos. Por ello, se nos dice en Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica: “Cristo, médico del alma y del cuerpo, instituyó los sacramentos de la Penitencia y de la Unción de los enfermos, porque la vida nueva que nos fue dada por El en los sacra­mentos de la iniciación cristiana, puede debilitarse y perderse para siempre a causa del pecado. Por ello, Cristo ha querido que la Iglesia continuase su obra de curación y de salvación mediante estos dos sa­cramentos" (295).