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domingo, 5 de mayo de 2024 | Última actualización: 21:37

La alegría del Adviento

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Casimiro López. Obispo de Segorbe-Castellón.

La llamada a la alegría es constante en la sagrada escritura. También el tiempo del Adviento nos invita a vivir con intensidad la alegría, que resalta el tercer Domingo de este tiempo. De hecho, este domingo se llama tradicionalmente ‘Gaudete’ (alegraos) precisamente por el tono gozoso, presente en la Palabra de Dios de la liturgia de este día. Isaías anuncia el retorno del exilio de Babilonia como una gran noticia: Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos.

Ante esta perspectiva la única reacción lógica es el entusiasmo y la alegría: Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo. Se trata de la misma alegría y entusiasmo que María cantó en el Magníficat, por las maravillas que Dios ha obrado en su persona. Y san Pablo, en su primera carta a los cristianos de Tesalónica, nos exhorta: Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros.

Así pues, la actitud de espera y esperanza, la llamada a preparar la venida del Señor, que viene a nuestro encuentro, allanando nuestros caminos, y también la exhortación a dar testimonio de esta venida del Señor, han de ir acompañados de un tono gozoso y alegre. La razón de esta alegría es que el Señor, que ya ha venido, sigue viniendo cada día y vendrá al final de los tiempos, ha hecho obras grandes por nosotros; por ello hemos de estarle agradecidos y hemos de vivir esperanzados de que continuará haciéndose presente y actuando en nuestro mundo. "Alégrate, llena de gracia; el señor está contigo" dice el ángel Gabriel a Maria.

Decía Chesterton que “la alegría es el gigantesco secreto del cristiano”. Esta es una vieja verdad. Tan vieja como las cartas de S. Ignacio de Antioquía, que, incluso cuando ya se sabía trigo de Cristo próximo a ser molido en los dientes de las fieras, se dirigía a sus fieles deseándoles ‘muchísima alegría’. Él sabía bien que Dios nunca, ni tan siquiera en la hora del martirio le abandonaría, y que sería el paso para su encuentro definitivo con Dios.

En el mundo también hay alegría, es cierto; pero es una alegría que al final se demuestra siempre frágil y poco duradera, y no pocas veces superficial y falsa. La fuente de la perenne alegría cristiana brota de lo hondo: la alegría cristiana viene de ese fondo de serenidad que hay en el alma, que, aún en la mayor dificultad, en la más grave enfermedad y en la muerte, se sabe amada, acogida, acompañada y protegida por Dios en su Hijo, Jesucristo. Dios es eternamente fiel a su palabra y a su designio de amor por cada ser humano. La alegría cristiana, dice el papa Francisco es "como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo" por Dios (EG 6).

El motivo de nuestra alegría en el Adviento es que Dios está cerca y viene nuestro encuentro como el Salvador, como el Libertador, como la Luz que ilumina nuestros caminos y como la Vida que perdura en eternidad. Esta es la raíz de nuestra alegría: hemos sido rescatados del poder del maligno y de la muerte para ser trasladados a un mundo inundado por la gracia, por la vida y por el amor de Dios. Dios se ha hecho de nuestra carne y de nuestra sangre, ha entrado en nuestra historia personal, familiar y colectiva; Dios camina con nosotros, nos ama y nunca nos abandona.

María, su madre, es nuestra madre y su Vida es vida para el mundo. Somos pequeños, limitados, finitos y llenos de defectos; pero gracias al Hijo de Dios, que nace en Belén,  puede resplandecer en nosotros el poder, la misericordia y el amor de Dios.