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sábado, 20 de abril de 2024 | Última actualización: 14:09

Otra vez Ratzinger

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Pascual Montoliu. Ha sigut capellà, professor d'antropologia i teologia, i tècnic comercial.

Cuentan las crónicas que el 18 de julio de 1870 se hallaba reunida en Roma la asamblea del Concilio Vaticano I que votaba la constitución Pastor Aeternus, donde se definía como dogma la infalibilidad del papa en el ejercicio de su magisterio. Mientras esto sucedía una tormenta descargaba con aparatosidad sobre Roma sus relámpagos y truenos. También esta semana, concretamente el lunes, caía un rayo sobre la cúpula de San Pedro el mismo día en que Benedicto XVI anunciaba su renuncia al solio pontificio y que volvería a ser de nuevo Joseph Ratzinger a partir del próximo 28 de febrero. Vamos, que acabaría el mes como fiel servidor, servus servorum.

Anécdotas de la meteorología aparte, existe un paralelismo entre ambos hechos. Durante el Vaticano I, las tropas de Garibaldi estaban a las puertas de Roma, donde irrumpieron el 20 de septiembre, dos meses después de la declaración del dogma de la infalibilidad, cuya definición obedecía a la necesidad de replantear la función papal más en términos de autoridad espiritual que temporal, toda vez que la unidad de Italia exigía arrebatarle al papa su soberanía sobre los Estados Pontificios.

Con esta agresión Garibaldi prestaba un gran servicio a la Iglesia, como era el de su purificación y retorno a lo más genuino de ella misma, que no es dominar como hacen los príncipes de este mundo, sino estar al servicio del hombre en aquello que más lo humaniza, su espiritualidad y trascendencia. Puede interpretarse la tormenta sobre aquel 18 de julio como una protesta del cielo ante el abuso que suponía proclamar aquel dogma del autoritarismo, pero también como preludio de que algo se movía en la Iglesia hacia una mayor autenticidad de su ministerio. Como dice el proverbio, cuando truena es San Pedro que cambia de mobiliario. Entonces cambió el trono por la cátedra.

También ahora el rayo fulminante de la renuncia del Papa ha cogido a la Iglesia por sorpresa. Aunque lo preveía el derecho canónico, nada había sido previsto sobre qué hacer con un papa en la reserva, ni cómo llamarlo, ni si seguirá siendo cardenal o participará en el cónclave. No le corresponde por edad. Todo es inédito. Ratzinger ha tenido la osadía de ruborizar a una institución que siempre ha presumido de tenerlo todo previsto, después de dos milenios de travesía.

La primera consecuencia de esta renuncia es una pátina de modernidad sobre un papado demasiado anquilosado y excesivamente sacralizado. Un aviso a navegantes, pues son muchos los cargos que, por su ancianidad, deberían tomar ejemplo. Supone una sandez decir que hay que mantenerse, pues es obligación no bajarse de la cruz. A tales místicos del masoquismo habría que preguntarles si, en vez de la cruz, de donde no quieren bajarse es del poder.  La norma que impuso el Vaticano II a los obispos de renunciar al cumplir los setenta y cinco años, debería regir también para el primero de los obispos, que es el de Roma. No es lógico que, con este criterio, Ratzinger fuera elegido papa con setenta y ocho años. El mismo pronosticó entonces que duraría poco. Así ha sido, por decisión propia y que le honra.