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sábado, 27 de abril de 2024 | Última actualización: 18:04

Blasfemia post-moderna

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Pascual Montoliu. Ha sigut capellà, professor d'antropologia i teologia, i tècnic comercial.

La teología define la esencia de la blasfemia como el uso en vano del nombre de Dios. Más allá del concepto pueril de improperio o palabra ofensiva contra Dios o los santos, que es el que recoge  la RAE, se trata de usar y abusar del nombre de Dios en provecho propio o como mecanismo de autoridad para imponer a otros como voluntad divina lo que no pasa de ser un capricho personal, bien en beneficio del imperio de los propios intereses económicos o, incluso, del imperio de los sentidos, como ha ocurrido en el desgraciado affaire del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcel Maciel. Se trata, pues, del pecado de los buenos. No blasfeman los agnósticos ni los ateos ni los vulgarmente llamados pecadores, sino los que se consideran justos y en posesión de la recta verdad y de las buenas costumbres. La blasfemia es el pecado de los fariseos, que se tienen como fieles cumplidores de la ley y se atribuyen el papel de inquisidores de herejes y de censores de la moral pública.

En el humanismo post-moderno, donde en el altar en que antes se situaba a la divinidad se ha colocado al hombre como nuevo dios y medida de todas las cosas, tal como dijo Protágoras, también se usa en vano el nombre del hombre. Y en nombre de los derechos humanos y de los pobres se han cometido toda clase de tropelías, desde el nazismo hasta el estalinismo, pasando por Sierra Leona, la revolución cubana y el cantinflismo chavista. En nombre de la libertad se impone la dictadura. En nombre de la igualdad se justifica la nomenklatura. Y son muchos quienes, en esta nueva jerga pseudo-humanística, se presentan como defensores de los derechos humanos cuando sólo son traficantes de los mismos, y a cuya sombra esconden sus mediocridades y sus ambiciones de poder y de dinero.

Uno de éstos es Garzón, que anda ahora de asesor de la dama Kirchner, recitándole al oído el decálogo de los derechos humanos cuando sólo ha dado muestras de ser un saltimbanqui de los mismos. Pasó de perseguir el terrorismo de estado que fue el GAL a ser colega de lista con su míster X, quien le compró con falsas promesas ministeriales y fue así como volvió a la judicatura, burlado y resentido, a ponerse de nuevo la toga de gran defensor de derechos. Persiguió a Pinochet, a Franco y al sursum corda. Vanidad de vanidades e intento narcisista de atrapar vientos.

La Kirchner, bajo el síndrome de las abuelas de la plaza de Mayo, ha perseguido en nombre de los derechos humanos, al cardenal Bergoglio, actual papa Francisco, e incluso llegó a embarrar el cónclave de 2005, cuando, con el fin de cercenar su candidatura entonces, sus servicios secretos remitieron a todos los cardenales electores acusaciones de colaboración  del cardenal argentino con la dictadura militar. Ha unido  la calumnia a la blasfemia. La dictadura terminó en 1983 y Bergoglio fue nombrado obispo nueve años después, en 1992. Como provincial que era de los jesuitas, cuando los hechos, intervino en la liberación de sus dos subordinados que habían sido secuestrados por las tropas de Videla. Con las malas artes de esta señora y la de sus asesores no es de extrañar el clima irrespirable de crispación de la sociedad argentina. Viven de ello. Cuando no hay programa, ni criterio ni creencia en los derechos que tanto invocan, sólo persiguen el poder y el dinero con la demagogia, la manipulación y el nos conviene que haya tensión. ¿Recuerdan la escuela?

A la vista de la rueda de prensa de ayer, donde el papa dijo que la Iglesia debe ser pobre y estar al servicio de los pobres sólo cabe esperar que tal afirmación sea real y no un ejercicio más de blasfemia post-moderna, donde se usa en vano el nombre de los pobres y de los derechos del hombre, aunque sólo sea por dar buena imagen. No por ello, menos vano.