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jueves, 2 de mayo de 2024 | Última actualización: 22:34

Camelot y San Pedro

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Rafa Cerdá Torres. Abogado.

El pasado 22 de noviembre se conmemoró el cincuenta aniversario del asesinato del Presidente John Kennedy, luctuoso magnicidio ocurrido en Dallas (Texas), y que ha dado lugar a todo un alud de artículos,  ensayos y programas de Televisión dedicados a la memoria y obra del primer Presidente católico de los Estados Unidos de América. No seré yo quien diseccione  una figura histórica de la complejidad de Kennedy, máxime cuando su muerte se produjo en mitad de su primer mandato, con lo que la transcendencia política de sus actos de gobierno se han visto tamizadas por las siguientes presidencias de Lyndon Jhonson y Richard Nixon. Con la Guerra Fría como fondo y con el incipiente conflicto de Vietnam en escenario,

John Kennedy supo ofrecer a una generación un nueva imagen como dirigente fresca, moderna y sobre todo cercana a los ciudadanos. Un dirigente político con vocación de romper moldes. Su mujer, Jacqueline Bouvier, ofreció el perfecto contrapunto al cambio de aires que comportó la Presidencia de Kennedy: culta, sofisticada y siempre impecable ante la atención mediática.

La pareja presidencial de John y "Jackie" dio paso a un patrón de divulgación de las personalidades públicas que hoy no suena tan extraño, pero entonces supuso una verdadera revolución: la imagen pública equivale al mejor de los discursos, un eficaz suministro de imágenes y fotografías dio pie al mito de "Camelot", un sucedáneo de corte presidencial en torno a la Casa Blanca donde todo era innovador (pero no demasiado) y con un cierto toque de glamour. El asesinato de Kennedy cercenó ese pujante mito de portada de semanarios, devolviendo a la realidad los trapos sucios de una familia dominada por la ambición. Si Estados Unidos ha tenido algo semejante a una dinastía real, sin lugar a dudas ese puesto lo ocupa en el imaginario colectivo norteamericano la familia Kennedy.

Trasladado a nuestros días, una imagen similar se pretende construir en torno al nuevo pontificado del Papa Francisco. En los pocos meses que lleva ejerciendo el magisterio de San Pedro, Francisco ha quebrado las convenciones vaticanas, y ha ofrecido al mundo entero una imagen de aire fresco, sencillez y sobre todo apertura a todos aquellos colectivos alejados de la Iglesia Católica por cuestiones de doctrina moral. La nostalgia de Camelot proyecta su sombra sobre la Cúpula de san Pedro, y sólo el tiempo dirá si las acciones del nuevo Papa quedarán en esperanzados discursos o bien vendrán acompañados de esperadas decisiones.

De momento, y a título personal manifiesto mi entusiasmo por el Pontífice, pero todavía mucho más sabiendo el inmenso caudal de espiritualidad que sostiene su fe: Francisco era jesuita hasta su elección y  la vivencia del legado que imprimió el fundador de la Compañía de Jesús, San Ignacio de Loyola, ha supuesto el hilo conductor de la vida de Jorge Mario Bergoglio como sacerdote. El gran santo español obliga a todos las personas que se acercan a su espiritualidad a responder a una sencilla pregunta: "¿Qué puedo hacer por Cristo?".

El mundo actual lleva a responder en multitud de direcciones a esta humilde cuestión, como una de las muchas respuestas que se puedan dar, el Papa ha ofrecido una: "ser cristiano supone vivir una historia de amor, y no cumplir un código moral". ¿Frase cargada de buenas intenciones y desprovista de acciones?, reitero mi opinión: al tiempo le pido tiempo para saber si todo queda en una buena imagen o por el contrario, nos encontremos en los umbrales de una nueva historia.