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jueves, 28 de marzo de 2024 | Última actualización: 11:03

Tatuajes

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Como cada mañana, mi mujer y yo salimos a tomar café en uno de los numerosos establecimientos de Benicasim. Encontrándonos en medio de las fiestas de San Antonio evitamos los lugares habituales en la convicción de que nos sería imposible encontrar mesa libre. Nos orientamos hacia las cafeterías de la playa, también concurridas aunque no tanto.

Mientras hacía cola para pedir los cafés, me llamó la atención un joven acompañado por dos muchachas que aguardaban turno varios puestos delante de mi. Las chicas vestían con el estilo que podríamos llamar "shabby chic". El joven también mostraba una cierta distinción en su desaliño moderno. Lo que llamaba la atención en él era el enorme e inquietante Ojo de la Providencia, el ojo que todo lo ve, enmarcado en el triangulo divino, que llevaba tatuado en su rapado cogote.

Mientras se mantuvo en la cola tuve la impresión de que era capaz de observar mi sorpresa a través de aquel tercer ojo de su cabeza. Cuando el trio obtuvo su consumición, desapareció de mi vista y de mi pensamiento. En fin, uno más de los jóvenes y no tan jóvenes que hoy siguen la moda de los tatuajes.

Cuál no sería mi sorpresa  poco después, cuando me acercaba  con nuestros cafés a la mesa que había conseguido mi mujer, la encontré en animada charla con el original trio del Ojo de la Providencia que ocupaba la mesa contigua. Como es lógico me incorporé a la conversación.

Las jóvenes, a las que tomé por hermanas, resultaron ser madre e hija, encantadoras brasileñas de Porto Alegre. La madre, personal trainer y la hija estudiante de periodismo en la Universidad de Madrid. Puesto que el encuentro tuvo lugar antes del escrache a la presidenta Ayuso no fue necesario hablar del tenebroso ambiente de la Complutense. Sí hablamos, por el contrario de Brasil, de nuestro inolvidable amigo el Embajador Joao Frank da Costa y también del disgusto que el dúo Bolsonaro-Lula causaba a una buena parte de los brasileños.

Pero de lo que más hablamos, como pueden imaginar, es del mundo de los tatuajes que de forma arrolladora está entrando en la sociedad. No les ocultaré que dada mi edad y condición, no tengo un gran entusiasmo por los tatuajes, como tampoco lo tengo por los graffitis, pero si aquellos responden a una decisión íntima que afecta casi exclusivamente al propio cuerpo humano y por tanto entra dentro del campo de la decisión individual, el graffiti es una agresión a la sociedad, a la propiedad ajena, a través del afeamiento de las casas y las ciudades. Algo infinitamente peor.

Los jóvenes resultaron ser amables y cultos. Conocían perfectamente  los grandes problemas del momento y supieron valorar el coraje de Ucrania y de Polonia lo que instantáneamente cautivó a mi mujer.

Nos habló del mundo del tatuaje, oficio/arte que practicaba en distintos puntos del país. Situó el auge de esta moda hacia principios de este siglo un poco a rastras de algunos cracks de fútbol que son -por encima de los cantantes o los artistas- quienes hoy crean tendencia. Son los grandes influencers.

Explicó que un tatuaje cubriendo todo un brazo puede costar entre 3 y 8000 euros  según los colores empleados y el prestigio del artista. Todo un cuerpo tatuado, revaloriza al personaje en unos 100.000 euros. El tatuaje se convierte así en un status symbol. Aunque también sea posible encargarse un pequeño tatuaje por poco más de 50 euros si recurrimos a un artista principiante o en  prácticas.

Lo terrible del caso es que, si pasados los años el entusiasmo inicial decae, los músculos se vuelven flácidos y los dibujos se emborronan, quitar el tatuaje puede resultar cuatro veces más costoso que ponerlo ya que requiere, no una o dos sesiones sino hasta diez. Y la piel ya nunca quedara totalmente limpia.

Quedamos en mantenernos en contacto y me atreví a pedir al joven tatuador que tuviera la bondad de enviarme una fotografía de su cogote para ilustrar esta columna. Hasta ahora no ha llegado. Espero que algún día pueda insertarla aquí.

Por nuestra parte ¿que quieren que les diga? Ni nuestros hijos ni nuestros nietos, algunos de ellos auténticos fans de fútbol, se han sentido tentados por pintarse un brazo. Y nosotros, con toda simpatía hacia nuestro nuevo amigo, respiramos hondo.