Entre nosotros ha anidado el desencanto; el hombre de hoy tiene miedo al futuro, siempre incierto y, con frecuencia, amenazador. En nuestro mundo hay signos claros de falta de esperanza. Como nos ha dejado escrito el Papa Francisco, necesitamos abrirnos más a la esperanza ofrecida por el evangelio que es el antídoto para el espíritu de desesperanza que crece en la sociedad. La esperanza es la virtud que nos mantiene firmes en nuestro peregrinaje hacia la patria celestial, mientras navegamos las aguas turbulentas de un mundo en el que cada vez aparecen más peligros. Tampoco en la Iglesia estamos ajenos a riesgos y tentaciones en nuestra fe y vida cristiana, que se debilitan o se abandonan, y en la tarea evangelizadora de las comunidades parroquiales.
La esperanza no defrauda nunca, afirmaba Francisco en la bula de convocatoria del actual Jubileo ordinario. Se refería a la virtud teologal de la esperanza, “por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo” (Catecismo 1817).
El III Año Mariano de Lledó en la Ciudad de Castellón y el mes de mayo, dedicado a María, nos ofrecen una ocasión preciosa para contemplarla como madre de la esperanza y de sus manos recuperar, reavivar o fortalecer la esperanza. La Virgen Maria, Madre de Dios, nos da a Cristo, nuestra Esperanza. María es el camino seguro para llegar a Cristo resucitado para encontrarnos con El, único Señor y Salvador. Él es nuestra esperanza, la vida en plenitud y eterna, el objeto de nuestra esperanza santa.
María es aquí y ahora “signo de futura esperanza y de consolación, hasta que llegue el día del Señor” (LG 68). Ella es la primicia de la redención. Por su asunción en cuerpo y alma a los cielos participa ya de la vida gloriosa de su Hijo resucitado. María es así el signo cierto de esa meta hacia la que se orienta la esperanza de los cristianos. “Glorificada ya en cuerpo y alma” (LG 68), la Virgen se sitúa delante de nosotros como el gran signo que nos precede a los peregrinos por los caminos de esta vida.
María es por ello motivo de aliento para todos. La esperanza que no va más allá de las fronteras de esta vida no puede engendrar más que infelicidad. Solamente la esperanza en la vida y felicidad eternas, fundada en la fidelidad de Dios a su palabra, es el motivo de aliento supremo. María es su “gran señal”, que asegura nuestra esperanza y confirma nuestro aliento. Somos peregrinos de la esperanza, que no defrauda. María nos acompaña siempre en nuestra peregrinación hacía la casa del Padre.