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sábado, 27 de abril de 2024 | Última actualización: 02:05

Los viejos amigos

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Jorge Fuentes. Embajador de España.

Hace un par de días presenté en El Corte Inglés de Valencia, mi libro ‘Notas Verbales’ del que ustedes ya tienen noticia gracias a las espléndidas columnas que mis colegas el abogado Pedro Tejedo y el teólogo Pascual Montoliu publicaron en este diario.

Presentar el libro en Valencia era para mí  todo un reto ya que yo nací en esa hermosa ciudad y en ella estudié el bachillerato e hice el servicio militar. Pero dado que después me trasladé a Madrid para seguir los estudios universitarios y más tarde pasé la mayor parte de mi vida por esos mundos de Dios representando a España, perdí contacto con casi todos mis compañeros de colegio.

Suele decirse que uno es, de donde estudia el bachillerato. Si ello es cierto, deberíamos deducir que sus grandes amigos son los compañeros de aquellos tempranos años en que la personalidad se forja de un modo que ya no se borrará sino que, como mucho, se completará con las aportaciones de otros momentos  clave de la vida: los meses de la ‘mili’, los años de la universidad, los decenios del ejercicio de la profesión.

 Vuelvo a los amigos del colegio. Diez años día a día con los mismos compañeros, escuchando sus nombres de carrerilla varias veces  con el ‘pase de lista’ en cada clase; compartiendo con ellos ocios y trabajos, preparando las asignaturas, practicando deportes, intercambiando novelas y tebeos, yendo al cine los fines de semana, escribiéndonos durante los veranos.

Y de pronto, al acabar aquel período de formación a los 17 años, la relación que se va apagando lentamente con casi todos ellos aunque el recuerdo de cada uno, como sus nombres y vivencias comunes sigan guardados en algún lugar de la memoria y del corazón.

 Gracias a uno de aquellos compañeros con quien me reencontré en Nueva York y luego en Madrid pude hacerme con la lista de una veintena  de condiscípulos. Uno a uno, en las últimas semanas fui telefoneándolos. En unas breves conversaciones me enteré de lo que habían sido sus vidas, de la materialización o de la destrucción de sus sueños. Médicos, abogados, militares, empresarios, religiosos. Ahí estaba una magnífica representación de la España, de la Valencia del último medio siglo.

 Y el gran milagro. Imagínense ustedes que reciben una llamada de una persona a la que no han visto en 55 años. ¿Me creerán si les digo que todos ellos fueron capaces de recitar sin dudas mis tres nombres y tres apellidos e incluso el número de teléfono de nuestra casa de la Avenida de José Antonio (hoy Reino de Valencia), el 14773?

En la presentación del libro estaban todos ellos. Yo jugaba con ventaja a la hora de los reconocimientos pues estaba en el escenario, pero pude identificarlos a casi todos con las nobles huellas del tiempo pero con igual voz y con el rostro dibujado como ya diseñaba el carácter de juventud: el bonachón, el inquieto, el apolíneo, el fortachón.

Ahora que he recuperado a mis viejos amigos, no los voy a dejar escapar por otro medio siglo. Ni por otro medio año. Hay que recuperar el tiempo perdido.

Comprenderán ustedes que esta semana ha sido muy importante para mí y que las novedades políticas me parecían intrascendentes comparadas con la tormenta anímica que he vivido. Otra semana será.