Noticias Castellón
sábado, 18 de mayo de 2024 | Última actualización: 23:06

El enterrador

Tiempo de Lectura: 3 minutos, 20 segundos

Noticias Relacionadas

Santiago Beltrán. Abogado.

La naturaleza humana es en esencia, terca y obcecada. Mírense, sino, a ustedes mismos o analicen a sus más próximos, incluso prueben con los extraños, y comprobarán que somos capaces de repetir los mismos errores indefinidamente, aunque seamos conscientes de ello. A veces incluso, desdeñamos la opinión mayoritaria y nos sumimos en una suerte de autocomplacencia destructiva, reafirmándonos convencidos en que si Dios o la providencia nos ha dotado de defectos, quienes somos nosotros para contradecirles. Y convertimos en virtud lo que era un simple defecto o en lo peor de los casos, tenemos arrestos suficientes para justificar conductas delictivas, o al menos impropias (Rajoy dixit).

En la política y desde el poder se ha venido aplicando, desde antiguo, la máxima (erróneamente atribuida a Nicolás Maquiavelo) “el fin justifica los medios”, lo cual ha servido de excusa a muchos gobernantes para hacerse perdonar por la ciudadanía de sus reiterados abusos y corruptelas.

En nuestro país, para no viajar mucho, encontramos ejemplos múltiples y variadísimos del uso excesivo del poder, en beneficio propio del político, del partido, de la organización o de la secta. Ahora, cuando advertimos que la corrupción forma parte del mapa genético del político español (con sus variantes nacionalistas) y se ha ramificado por todas las estructuras de las organizaciones políticas a las que pertenece, es cuando no vamos a tolerar, por más tiempo, que nadie eche cal viva para hacer desaparecer el muerto. No más ocultamientos, ni más mentiras, ni componendas. No necesitamos que políticos recalcitrantes, como el señor X de los Gal, venga a reincidir en conductas infectas, proponiendo pactos oscurantistas de las dos fuerzas mayoritarias del mal para devolvernos a las alcantarillas del Estado.

El problema, pues, no está en saber que existe una corrupción generalizada en la clase política española, de la que ningún partido que haya tocado poder se libra. No está en que los medios de comunicación sean siempre quienes destapen la podredumbre del poder, suplantando en la mayoría de ocasiones las funciones propias de la policía y la fiscalía. El gran mal de nuestra actual democracia es que la corrupción simplemente existe y que ningún político ni gobernante ha asumido, de verdad, acabar con ella. Es tan fuerte la pestilencia que desprende, tan evidente el estado de podredumbre moral de los gestores públicos, que ya no vale un simple lavado de cara, ni tan siquiera un lifting. Ahora debemos exigir cabezas, no solo de quienes la han llevado a la práctica, sino por supuesto de sus máximos dirigentes, aquellos que la han favorecido y consentido, por acción u omisión, o por mera ignorancia no excusable.

Cuando hablamos de comisiones por la concesión privilegiada y dirigida de las obras públicas, de mordidas que se reparten en sobres desde las entrañas del partido, por quien ha sido el encargado de las arcas de la organización y de su dinero, en particular beneficio propio y de altos dirigentes del mismo, no podemos aceptar que al jefe le tiemble o no la mano, o que cada palo aguante su vela. Precisamos con urgencia la más absoluta purificación, una catarsis generalizada, que elimine cualquier vestigio de la infección. Si los miembros del cuerpo están corrompidos, habrá que amputarlos sin más y la cabeza, que debió anticipar la presencia de la infección, y en lugar de ir al médico cerró los ojos, asumir que debe dejar la actividad y volverse avergonzado y maltrecho a su casa.

La realidad, terca y obstinada, demuestra que los vicios tan arraigados crean síndromes de abstinencia en los enfermos, y de pronto descubres a desesperados políticos acudiendo en la oscuridad de la noche a buscar sobres en recónditos muros.