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domingo, 21 de diciembre de 2025 | Última actualización: 21:27

Meditación del Santo Entierro

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Pascual Montoliu. Ha sigut capellà, professor d'antropologia i teologia, i tècnic comercial.

Hacía años que no había visto la procesión del Viernes Santo de Vila-real. Me impactó no sólo la cantidad de penitentes y cofrades, sino el espíritu de una religiosidad popular sencilla y espontánea, a la que se han adherido dos signos de los tiempos: la incorporación de las tradiciones del Sur con esa expresión andaluza del Cristo de los gitanos, al son de una banda gaditana que interpretaba la saeta de Serrat y de Machado. En plena sordera ideológica de pueblos hispánicos que se recelan y miran de reojo, era un soplo de salud mental esta simbiosis entre lo andaluz y catalán, a la sombra del árbol de la cruz del Cristo al que adoran los gitanos, entre cuyas filas crece cada día la iglesia evangélica, más cercana y sensible a su cultura que la católica.

El otro signo de los tiempos lo protagoniza la cantidad de mujeres vestidas de ‘capurulles’, y algunas hasta con vara de mando dentro de las cofradías. La verdad que, bajo la vestimenta de los penitentes encapuchados no se diferencia el varón de la mujer, haciendo real el principio paulino de que en la nueva economía de salvación cristiana no hay distinción entre gentil ni judío, ni entre rico ni pobre, ni entre hombre o mujer. Pero tal desiderátum desgraciadamente no pasa de ahí.  Observando el trasiego de estas mujeres en esta Semana Santa pensaba en el escaso papel que la iglesia católica les asigna, cuando son ellas las que mantienen mayormente las estructuras de la vida eclesial. Sin las mujeres, la mayoría de iglesias católicas tendrían que cerrar.

Contrariamente a como ocurre en el mundo musulmán, donde la religión es ante todo algo de hombres, en el orbe católico mediterráneo es casi exclusivamente cosa de mujeres. Entre los musulmanes el papel de la mujer en sus mezquitas es subsidiario y de segundo orden. Es normal que así sea, ya que las sociedades del Islam son eminentemente patriarcales. En cambio, resulta paradójico que en el mundo católico mediterráneo, cuya cuenca desde el neolítico ha estado impregnada por una cultura matriarcal y sus divinidades femeninas, bajo la forma de la diosa madre y su fecundidad, las mujeres mantienen su hegemonía en cuanto a práctica religiosa, estando en cambio excluidas de las funciones sagradas. Mientras queda en las bases católicas un substrato matriarcal que es anterior al cristianismo, los jerarcas cristianos han impuesto un irreductible patriarcado, y es tal vez en esta dicotomía donde se asienta  el desarraigo de las masas cristianas que, desde el Renacimiento, se han ido despegando del humus eclesial, donde vivía pacíficamente su fe cristiana el hombre medieval.

Los humanos hablamos de Dios al modo humano. No puede ser de otra manera. Pero hemos de tener la honestidad intelectual y la sencillez de espíritu al reconocer que es imperfecto e inadecuado nuestro hablar de Dios, y hasta idolátrico al hacernos imágenes que no se corresponden con la realidad de un Dios que nos trasciende, nos sobrepasa y no cabe en nuestros esquemas mentales. Fue Juan Pablo I, la sonrisa efímera del magisterio, quien llegó a afirmar que los cristianos habíamos  olvidado que Dios es también madre. Se armó la gran escandalera entre los sesudos teólogos que son incapaces de ver que la verdadera ortodoxia está más allá de la ortodoxia misma.

La cuestión del papel de la mujer en la iglesia es algo más que un asunto de estructuras eclesiales. Echa sus raíces en las profundidades de una fe como la cristiana, que no debe plegarse a idolatrías e imágenes infantiloides ni a conceptos derivados de racionalidades sospechosas e insanas. Era la brisa fresca que despedía la procesión de este Viernes Santo. Nuevos signos para tiempos nuevos.