Hoy te traigo a la redacción del periódico Castellón Información una historia personal.
Hace unos días envié un correo a un grupo de 66 alumnos. No era un correo más.
Les explicaba que no podría estar con ellos en el aula dando clase porque mi padre se encontraba en sus últimos días de vida y necesitaba acompañarle en este tramo final. Aun así, por responsabilidad profesional (la que él mismo me enseñó), les proponía hacer la clase online para que no perdieran clase.
Pero ese mensaje no iba solo con un enlace de Google Meet. Era un mensaje cargado de vulnerabilidad, de tristeza y de dolor por la pérdida de un padre.
De 66 personas, solo dos alumnos me respondieron por privado para ofrecerme unas palabras de apoyo.
Dos.
En el departamento, no fue muy distinto. Salvo excepciones, que se acercaron con humanidad y me ofrecieron su apoyo para lo que necesitara. La mayoría optó por la opción más cómoda: el silencio. Miradas que se deslizan, frases de compromiso huecas, o simplemente nada.
Como si la fragilidad solo fuera cosa de otros. Como si a ellos nunca les fuera a tocar. Como si la vida no nos igualara a todos, tarde o temprano, en un hospital o en un tanatorio.
Ese día volví a casa con sentimientos enfrentados. Me dolía, debo reconocerlo, pero no me sorprendía. Porque, aunque suene duro, vivimos en una sociedad donde la empatía se ha convertido casi en un lujo.
Y sin embargo, al día siguiente, la vida me regaló una lección de contrapunto perfecta.
Íbamos caminando mi mujer y yo cuando se nos acercó una persona y nos dijo: “Estoy en la calle, ¿podríais invitarme a un café?”
Ese instante mínimo en el que la mayoría baja la mirada, acelera el paso o se refugia en el “yo ya hago suficiente”. Mi mujer no lo dudó:
—Claro, mira, ahí hay una cafetería. Vamos.
Entramos los tres, caminando juntos. Se acercó a la barra y le dijo a la chica: este hombre quiere un café. Dile ¿cómo lo quieres? Largo en vaso para llevar, le indicó. Mi mujer lo pagó: 1,65 € y nos fuimos.
Y ahí recordé dos cosas: La primera es que la empatía no es una palabra bonita frecuentemente mal empleada. Es una forma de estar en este mundo en el que estamos de paso. Y la segunda, que tengo una mujer que vale su peso en oro.
Empatía no es compadecer. No es decir “lo siento” por quedar bien. Es hacer el esfuerzo de salir de tu propio ombligo, mirar al otro desde su realidad y preguntarte:
“Si yo estuviera ahí, ¿qué me gustaría recibir?”
A veces será un café. A veces, un mail de apoyo. A veces, simplemente presencia.
Vivimos rodeados de discursos sobre liderazgo, talento, productividad, propósito… pero, si rascas un poco, la pregunta es mucho más sencilla:
¿Te importa de verdad la persona que tienes delante?
Porque cuando una clase entera recibe la noticia de que el padre de su profesor se está apagando, y solo dos levantan la mano para decir “aquí estoy”, quizás deberíamos preguntarnos qué clase de sociedad estamos construyendo.
Cuando un equipo, una empresa o una organización entera es capaz de mirar a un compañero que sufre como si no fuera con ellos, quizás deberíamos preguntarnos qué clase de sociedad estamos construyendo también.
Llámame iluso, pero yo quiero otra cosa cerca. En mi vida y en las empresas con las que trabajo.
Quiero a personas como mis dos alumnos que sí respondieron. Quiero a personas como Irene y Rebeca, que se atrevieron a acercarse e ir más allá de un "mucho ánimo". Quiero a personas como mi mujer, que no negocian con la dignidad ajena por 1,65 €.
Personas de carne y hueso. Que sienten. Que se paran. Que miran a los ojos. Que entienden que todos, tarde o temprano, estaremos al otro lado.
En las compañías deberíamos dejar de obsesionarnos solo con el “high performer” y empezar a valorar al “high human”. Si a esa persona que rinde, sí, pero que además no pierde de vista al de al lado.
Porque esos son los que sostienen equipos en las crisis. Los que detectan a tiempo al compañero que se está rompiendo. Los que hacen que un lunes cualquiera no sea solo un lunes más.
Cuando digo “Viajando juntos al éxito”, no es un slogan de marketing. Es, de verdad, una forma de entender la vida y la empresa.
No hay viaje al éxito juntos sin empatía. Lo otro será llegar más rápido, más alto, más rico, pero más solo. Y, en mi opinión, ese “éxito” sabe a poco.
Hoy no te voy a pedir que recomiendes o compartas este post. Pero sí te voy a pedir que pienses en alguien de tu entorno que lo esté pasando mal. Solo uno. Y haz un gesto. Pequeño, sencillo, pero con el corazón.
Un mensaje. Una llamada. Un café.
Lo que sea. Pero que no sea indiferencia.
Porque al final, no se trata de cuánto has conseguido. Es qué tipo de persona has sido mientras lo conseguías. Es la huella que dejas en los demás y yo tengo muy claro qué quiero dejar.
Y tú, en tu empresa y en tu vida, ¿de qué lado quieres estar?
































