Pascual Montoliu. Ha sigut capellà, professor d'antropologia i teologia, i tècnic comercial.
A medida que nos adentramos en la farsa electoral queda más patente el fraude político que supuso Maastricht, de donde nació la unión monetaria, el falso paraíso contra el que nos lanzaron de bruces entre Felipe y Aznar, una de cal y otra de arena, en una nueva versión de despotismo ilustrado, ahora revestido de europeísmo. Ahí perdimos la soberanía monetaria, como quien pierde la virginidad sin consentimiento y a fuerza de seducciones y promesas.
Esto mismo le pasó a Europa, la hija del rey fenicio Agénor, seducida por Zeus, padre de todos los dioses helenos, que había adoptado la forma de toro manso, a cuyos pacíficos lomos cabalgó la cándida muchacha sin percatarse de que estaba siendo secuestrada, y de cuyo rapto tomó conciencia cuando ya estaba en el exilio de Creta.
De aquel mito tomó nombre nuestro continente, toda una premonición de que el mito se haría realidad en este gran timo europeo que es la actual unión monetaria. A lomos de la nueva paz europea y de sus promesas de paraíso, nos metieron de tapadillo como súbditos del nuevo feudo, que tiene su máxima expresión en el Banco Central Europeo, a quien cedimos nuestra soberanía monetaria y a cuyo control económico nos sometimos sin la contrapartida de ejercer sobre él el preceptivo control político. Es el euro la única moneda del mundo que no tiene estado. Todo un chollo. Toda moneda tiene un estado que la controla y gobierna. Aquí no. Aquí es la moneda quien controla a los estados europeos, y más que gobernarlos los desgobierna. Era la gran pregunta de Sebastián Estapé en aquel momento: echamos a andar en plena calle a un gigante que ya veremos quién lo controla.
En esas estamos. Nos convocan a las urnas del paripé europeo, cuando todo el pescado está vendido y nuestros estados no tienen control sobre nuestra moneda, que es casi como decir que tampoco lo tenemos los ciudadanos sobre nuestros dineros, que dependen totalmente de las decisiones de esos magos y gurús al servicio de los mercaderes europeos, pero no de sus ciudadanos.
Fuimos muchos los que votamos en su día contra el ingreso en Europa y contra aquella caricatura de Constitución Europea, no por ser contrarios a la unidad, sino precisamente porque ésta se quedaba corta cuando sólo contempla lo económico y no aborda, con nocturnidad y alevosía, la unidad política. Son los enemigos de una Europa democrática quienes no quieren oír hablar de un Estado europeo. De ahí arranca precisamente el anacronismo del independentismo catalán, y más cuando ya resulta anacrónico el independentismo español, o el francés, o el italiano.
Suena a sarcasmo y a una falta de respeto a la ciudadanía todo ese vómito de lemas y consignas electorales con que nos agreden esos púgiles de las distintas ganaderías políticas, dispuestos a que siga el juego y ver quién roba con más maestría las cartas, sin abordar nadie el gravísimo problema del déficit democrático europeo, empezando por ese gran monstruo de mil cabezas que es el Banco Central Europeo. Queremos una Europa soberana y democrática, que nada tiene que ver con este merendero de políticos y banqueros. Que ellos se coman su propio guiso, donde falta el condimento básico que es la soberanía popular europea. Lo de las urnas europeas es, hoy por hoy, una patochada. Un timo. No puede ir a votar la moza deshonrada y tirada en las playas de Creta. Abstención activa, vindicativa y desafiante.
































