José Antonio Rodríguez. Asesor Fiscal.
En la conversación que mantuve recientemente con un ilustre jubilado abogaba, no sin razón por el título que lleva este artículo, en apariencia poco correcto, pero que encierra una gran verdad.
Me mostraba con simpatía un mensaje recibido en su móvil sobre las competencias en materia penitenciaria atribuidas al Estado: estar en prisión conlleva la pérdida temporal de un muy preciado bien que poseemos los hombres la libertad y con ella la capacidad de actuación y movimiento.
No obstante el sistema, por dignidad, coherencia y ánimo de rehabilitación, ofrece al recluso acceso a servicios tan elementales como ducha diaria, paseos, accesos a ocio, medicamentos, exámenes dentales y médicos en general.
También les ofrece en caso de necesidad sillas de ruedas, algún dinero, vigilancia continua por video, que conlleva tanto el control por si quieren escapar, como atención en caso de cualquier percance y recibir asistencia inmediata.
En cuanto a sus habitaciones y camas, se lavan un par de veces por semana, la ropa personal lavada de un modo regular, un guardia les vigila y si es preciso les lleva comida a su habitación.
El ocio lo tienen debidamente reglado con biblioteca, sala de ejercicios, piscina y para aquellos que lo deseen, hasta enseñanza gratuita y, cómo no, zapatos, pijamas, asistencia juródica gratuita a petición, siendo la habitación segura y privada con modernidades tales como acceso a ordenadores, televisión y llamadas ilimitadas.
Tienen derecho también a habitaciones que les permiten encuentros íntimos y sus guardias tienen un código de conducta que deben cumplir.
Le pregunté si esto estaba mal, a lo que obviamente me contesto que no, que lo que realmente estaba mal era la situación que coetáneos suyos viven lamentablemente cada día: muchos de los que viven en residencias, tienen derecho a un baño a la semana, viven en una pequeña habitación por la que pagan al menos 1.500 euros cada mes con esto del copago y no tienen esperanza de salir con vida de ella; les tratan como niños apagándoles las luces a las ocho o a las nueve de la tarde y alguna que otra noche el plato de la comida está frío.
Me decía con dolor que estas son las prestaciones que se están ofreciendo en muchos de estos centros debido a los recortes económicos que la Consellería de Bienestar Social viene infringiendo en los últimos años a nuestros mayores.
Finalicé la agradable charla en torno a un café con una sensación de impotencia y sentimiento de insolidaridad. El reiteró medio en broma medio en serio que probablemente muchos mayores se sentirían mejor tratados en un centro penitenciario.
Sin pretender hacer demagogia con lo anterior, recordemos que la vejez, como ha dicho algún conocido escritor, se está convirtiendo en un castigo que no podemos eludir, pero si podemos y debemos combatir con servicios dignos y suficientes para todos ellos, sin que jamás se nos pase por nuestra mente el pensar “son mayores y ya les está bien”.
































