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viernes, 26 de abril de 2024 | Última actualización: 23:10

Por una sana laicidad del Estado

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Casimiro López. Obispo de Segorbe-Castellón.

En el debate social y político sobre la relación del Estado o las administraciones públicas con el hecho religioso o su presencia en el ámbito social o educativo se habla de laicidad del Estado o de Estado laico; incluso se llega a hablar de una sociedad laica o de la escuela pública y laica. Con frecuencia se identifica la laicidad con el laicismo excluyente de lo religioso, olvidando que existe diversas formas de laicidad: no sólo esta laicidad negativa, sino también la laicidad positiva que garantiza el ejercicio individual y comunitario del derecho fundamental a la libertad religiosa. Existe además muchas veces confusión entre la aconfesionalidad o neutralidad religiosa del Estado y la realidad religiosa de los ciudadanos y de la sociedad.

Por lo que a nuestro país se refiere, la Constitución española de 1978 establece que “ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” (Art. 16.3). El Estado se declara aconfesional, o lo que es lo mismo, neutral ante las diferentes preferencias religiosas de los ciudadanos. El Estado reconoce el derecho a la libertad religiosa de los individuos y de las comunidades, y favorece su ejercicio, sin hacer suya ninguna religión en concreto ni discriminar a ningún individuo o grupo por razones religiosas. En este sentido, se puede hablar de laicidad del Estado o de Estado laico que es lo mismo que afirmar la neutralidad religiosa positiva del Estado como condición indispensa­ble tanto para la igualdad de derechos y deberes en ese orden como para la libertad religiosa en su vertiente positiva de ejercicio y negativa de distan­cia. En este sentido, se prohíbe al Estado la impo­sición directa o indirecta de una religión a los ciudadanos. A este respecto el Estado no piensa, no elige, no hace profesión religiosa. Su inhibición institucional le libera en una dirección: no discriminar, y le obliga en otra: garantizar y posi­bilitar que se afirme la realidad ciudadana, defen­derla y favorecerla. El laicismo excluyente de lo religioso vulneraría la aconfesionalidad, neutralidad o laicidad positiva del Estado y de los poderes públicos.

La Iglesia defiende y apoya el principio de sana laicidad del Estado, que se fundamenta en la distinción entre los planos de lo secular y religioso. El Concilio Vaticano II reconoce la justa autonomía del orden temporal (cfr. Gaudium et Spes 36) y afirma la independencia y autonomía de la comunidad política y la Iglesia en su propio terreno, a la vez que reclama la mutua colaboración, porque Iglesia y Estado, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre (cfr. Gaudium et Spes 76). En este sentido se han manifestado también San Juan Pablo II y Benedicto XVI así como el Papa Francisco que en el discurso a la Clase Dirigente de Brasil en la Jornada Mundial de la Juventud, en Río de Janeiro en julio de 2013,, decía: “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas”.

El Estado laico, por el que apuesta nuestra Constitución es, pues, el que tiene una neutralidad religiosa positiva, respeta y reconoce la realidad religiosa de los ciudadanos que profesan distintas creencias. Por esta misma razón, la sociedad no es ni puede ser laica, porque la sociedad está formada por personas creyentes y no creyentes, de alguna religión o de ninguna religión: y la sociedad es religiosamente plural. Y por esta misma razón, la escuela de titularidad pública no puede ser laica, sino plural, y no puede excluir la dimensión religiosa para aquellos alumnos, cuyos padres así lo pidan en ejercicio de su derecho a la libertad religiosa y a la educación de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas.