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domingo, 28 de abril de 2024 | Última actualización: 02:32

Taxi driver

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Santiago Beltrán. Abogado.

¿Se imagina usted cogiendo un taxi y que al volante se encuentre al Presidente del Gobierno o al líder de la oposición?. ¿Se atrevería a plantearle un debate político, si el conductor le preguntara por la actualidad del país?. ¿Sería capaz de indagar sobre las cuestiones más comprometidas de la actualidad nacional?. Por ejemplo, ¿le preguntaría a Rajoy por los papeles de Bárcenas y el supuesto cobro de dinero negro, o por la financiación ilegal del Partido Popular?; o ¿interrogaría a Rubalcaba por el chivatazo del faisán, los Gal o por su declaración de renta, nunca exhibida a la opinión pública?.

Lo cierto, seguramente, es que nunca un político español aceptaría esta situación de riesgo, ejemplo absoluto de transparencia pública y de cercanía al electorado, y la situación planteada nunca podría darse.

No es una cuestión de que la ciudadanía española no esté preparada para asumir dicho reto, con educación y respeto, sino de la desconfianza de la clase política hacía su pueblo. Por desgracia, nuestros dirigentes solo aceptan el trato personal y la distancia corta, cuando en campaña necesitan realizar determinados sacrificios de proximidad y complicidad para obtener réditos electorales, y para ello no dudan en rodearse de sus militantes, siempre dispuestos a arropar a sus líderes, y como mucho de la ciudadanía en general en determinados ámbitos públicos, protegidos por sus guardaespaldas. En este país solo hay contacto con el votante, si el político está seguro, o cuando está convencido que su discurso es compartido, aunque lo haya ido modificando según la circunstancia y oportunidad de cada momento.

El político español solo vende si sabe que le van a comprar su producto, pero nunca arriesga en mercados desconocidos. Les hace falta, por ello, el carácter propio que identifica a nuestros emprendedores empresarios, que son capaces de arriesgarlo todo a cambio de un beneficio futuro y en muchas ocasiones nada seguro. Es difícil gobernar una nación sin tener asumido que hay que partirse la cara por ella, que la simple dedicación a la tarea encomendada es tan gratificante que puede compensar la pérdida económica personal si se fracasa en el intento. Aquí, por el contrario, recibir retribuciones millonarias es tan sencillo como dedicarse en cuerpo y alma al partido, aunque se trate de actividades poco claras o incluso ilegales. La opacidad tiene premio y la estrategia de financiación si se oculta, un bonus añadido.

En Noruega, por el contrario, todo parece diferente. Es un país moderno, avanzado y muy comprometido. Seguramente no es más educado y honesto que el nuestro, pero da la apariencia de otra cosa. Por eso, su primer ministro y candidato laborista a las próximas legislativas de septiembre de este año, ha asumido el reto de convertirse en taxista por un día y con la excusa de la precampaña electoral lanzarse a la magnífica aventura de conocer a sus conciudadanos, sin una previa elección del interlocutor, sin disfraz ni protección, solo con un volante, una cámara de grabación y la conciencia de no ser diferente ni mejor a ningún otro noruego. Podrá decirse que se trata de una operación de marketing electoralista, pero no me negarán ustedes que, aun así, se trata de un ejercicio sincero de transparencia y cercanía, por parte de un líder político hacia su pueblo, y un ejercicio democrático muy refrescante.