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domingo, 5 de mayo de 2024 | Última actualización: 14:30

Ejemplaridad

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Jorge Fuentes. Embajador de España.

Los principales filósofos de la Historia se han labrado la fama por una o muy pocas ideas desarrolladas hasta la extenuación: Ortega por la circunstancia del yo, José Antonio Marina por el valor de la educación, Jon Juaristi por la defensa del republicanismo, Fernando Savater por la ética antinacionalista. Observen que son todos ellos filósofos de la corrección en contraste con los nihilistas o los existencialistas que dominaron el panorama del pensamiento en la primera mitad del siglo XX.

Acabo de leer la obra del filósofo de moda, Javier Gomá, ‘Tetralogía de la ejemplaridad’, en que, a lo largo de cerca de 2000 páginas viene a desarrollar el concepto de que “solo la fuerza del ejemplo virtuoso promueve la emancipación del individuo” o dicho en otros términos, “solo si somos decentes podremos ser a la vez buenos ciudadanos”. Habrán notado ustedes que  “ejemplaridad” es la expresión de moda en la vida política: fue muy usada por Juan Carlos I y su equipo cuando hubo que poner en su sitio a Urdangarín y no hay político que no la enarbole a diario.

Viene esta introducción a cuento de la adopción de la nueva ley de seguridad ciudadana, rebautizada como ‘Ley mordaza’, que 22 años más tarde viene a sustituir a la ‘Ley de la patada en la puerta’ de Corcuera. Esos apodos con los que se las caricaturiza  nos hacen notar que en España no es popular el intento de controlar la actividad de la ciudadanía y de hecho han proliferado las críticas de todo signo tanto contra esta ley del PP, como lo hicieron en su día contra la del PSOE.

Cuando en mi juventud viajaba por países europeos para completar mi formación, me asombraba ver en muchas otras capitales un nivel de moral urbana mucho más elevado que en España: en la calle, los periódicos estaban a disposición del paseante que depositaba su valor en un recipiente ad hoc; el acceso al metro o al autobús carecía de control y cada usuario abonaba el precio del billete libremente según el trayecto que fuera a recorrer. Los policías londinenses, los famosos ‘bobies’, patrullaban sin más armas que sus porras reglamentarias. Esos y otros muchos ejemplos me hacían notar las diferencias y me producía una sana envidia respecto a las prácticas en España.

Hoy mismo desearía  poder pasear por las calles de nuestras ciudades, en especial por Madrid, sin tener que esquivar múltiples manifestaciones diarias, muchas de ellas violentas; quisiera que parte de mis impuestos no tuviera que ir destinada a reponer el mobiliario urbano, destrozado por los manifestantes o a repintar las fachadas ensuciadas por los graffitis. Me sentiría mucho mejor sabiendo que los extranjeros que desean emigrar a España lo hacen de forma legítima y no teniendo que jugarse la vida en pateras  o saltando las vallas de Ceuta y Melilla; que la policía nacional o la guardia civil  pueden desempeñar su trabajo sin grave riesgo por el acoso de los violentos. Querría conocer mayor nivel de seguridad, de educación cívica, mayor ejemplaridad tanto en nuestros dirigentes como en nuestra ciudadanía.

Pienso que la ley  recién promulgada  podrá corregir muchos de los defectos apuntados  si dura lo suficiente. Será necesario para ello que la ley venga acompasada por otro flanco indispensable en la ejemplaridad: que alcance también a nuestras autoridades, desde la jefatura del Estado al Gobierno, desde los políticos a los sindicalistas y al sistema judicial.

Es posible que la nueva ley se haya extralimitado en algunos capítulos y en la cuantía de ciertas multas. Pienso sin embargo que a ustedes y a mí no nos las impondrán porque no pensamos ni golpear o insultar a un policía, ni pintarrajear las fachadas, ni beber botellones en plena vía pública, ni destrozar  autobuses o contenedores. Adopten la postura del ciudadano ejemplar  y comprobarán cómo la nueva ley no les parece tan amordazante.