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viernes, 10 de mayo de 2024 | Última actualización: 22:12

La vida en la gran ciudad (I): la huelga del tren

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Juan Teodoro Vidal. Químico. 

Los que vivís en ciudades pequeñas no sabéis lo que tenéis. Si. Es verdad que en un pueblo te cotillean, casi por deporte y es imposible que hagas nada sin que se entere todo el mundo mundial; que eres pasto de las críticas vecinales a poco que te salgas de la raya; que tu mundo se reduce generalmente al ámbito familiar, del trabajo y de unos cuantos amigos; que a veces resulta un poco asfixiante; que hay menos oportunidades; que no hay tantos cines, museos y grandes superficies…

Por otro lado en las ciudades pequeñas, las distancias generalmente son asumibles y se puede ir a pie a todas partes; el trabajo se encuentra a un tiro de piedra de casa, o si está en las afueras, se llega en 5 minutos; se puede saber cómo es el campo más directamente y no por fotografías; la atmósfera está más limpia al haber menos coches; y de noche el cielo deja ver las estrellas y hay menos ruidos de la circulación.

Pero lo mejor es el grado de confort que se tiene, al depender más uno de si mismo. Sobre todo cuando los sindicatos deciden hacer huelga de trenes o de metro. Imagina, que no es muy difícil, que te levantas por la mañana. Te lavas, te afeitas, te arreglas, desayunas, te vas corriendo a la estación para coger el tren de costumbre, que después de casi una hora te dejará ‘cerca’ (a ‘sólo’ 20 minutos del trabajo) y te enteras que han convocado huelga.

El tren ya no sale a su hora, pues el tuyo, como no podía ser de otra forma, no está cubierto por los servicios mínimos y el siguiente saldrá 20 minutos tarde. El andén está a tope, el vagón también está a tope, la gente como sardinas en lata, ya no te puedes sentar para viajar más o menos confortablemente hasta tu destino. De leer el periódico o tu ebook nada de nada. Decides bajar en la siguiente estación y esperar a ver si el siguiente tren está un poco menos lleno. Llega 10 minutos después, y sumados a los 20 de retraso del primer tren ya has perdido media hora. Parece que en los primeros vagones puede haber algún sitio, porque los del centro están también a tope. Corres para asegurarte de que llegarás a ese vagón antes de que cierren las puertas y arranque. ¡Misión cumplida! Sólo que ya no llegarás a tu hora, pero vale la pena porque una hora de pie es una hora.

Como en la gran ciudad hay tanta gente, lo que te ha ocurrido a ti, no es nada original: hay muchos, muchos miles, a los que les ha sucedido lo mismo. Y al final suman miles de horas de trabajo echadas a perder porque unos pocos, muy pocos, empleados del transporte público deciden hacer huelga. Al día siguiente pruebas a ir al trabajo en coche, porque la huelga sigue. Como tampoco eres original, el atasco que se forma en la autopista es mayúsculo. Vuelves a llegar tarde. De nuevo miles de horas perdidas y de incomodidad, que, si además tienes que entrar puntual, te pueden descontar de tu sueldo. Si sumamos los perjuicios causados porque unos pocos centenares de empleados han decidido hacer huelga, son inmensos.

Y piensas: “Si yo pago por adelantado, antes de que empiece el mes, el abono de transporte, que no es gratis, y lo pago religiosamente, ¿porqué el que hace huelga tiene que tener garantizado su derecho de huelga y yo no tengo que tener garantizado el servicio que me presta este medio, del que de una forma o de otra dependo?”

Es una reflexión inútil, porque no te sirve de nada ni razonar con sentido común ni tener razón. Son cosas de la vida en la gran ciudad que te motivan a desear abandonarla cada vez que hay un puente.

Continuará…