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jueves, 30 de mayo de 2024 | Última actualización: 16:52

Venerar a todos los santos y orar por los difuntos

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Casimiro López. Obispo de Segorbe-Castellón.

Al inicio del mes de noviembre celebramos la solemnidad de todos los santos, el día uno, y la conmemoración de todos los Difuntos, el día dos.

La fiesta de Todos los Santos es ocasión propicia para elevar la mirada de las realidades terrenas, marcadas por el tiempo, a la dimensión de Dios, la dimensión de la eternidad y de la santidad, de la dicha y la felicidad para siempre. Este día nos recuerda que de todo bautizado está llamado a la santidad (LG 40). En efecto, Cristo, que con el Padre y con el Espíritu es el único Santo, amó a la Iglesia como a su esposa y se entregó por ella con el fin de santificarla. Con su muerte y resurrección han quedado definitivamente  vencidos el pecado y la muerte. Cristo ha resucitado como primicia de todos los que creen en él. Por esta razón, todos los miembros del pueblo de Dios estamos llamados a ser santos y a la plenitud de la Vida en Dios.

En la Fiesta de todos los santos veneramos precisamente a “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9). A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del Espíritu Santo. Todos ellos, a través de sus diferentes itinerarios de vida, nos indican diversos caminos de santidad, unidos por un único denominador: seguir a Cristo y configurarse con él, fin último de nuestra historia humana. Todos ellos nos indican que la santidad y la dicha eterna son posibles.

De hecho, todos los estados de vida pueden llegar a ser, con la acción de la gracia, y el esfuerzo y la perseverancia de cada uno, caminos de santificación. San Bernardo se pregunta en una homilía en el Día de Todos los Santos: “¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra?”. Y responde: “Nuestros santos no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos”.

En la conmemoración de los fieles difuntos, por su parte, recordamos a nuestros seres queridos que ya nos han dejado, y a todas las almas que están en camino hacia la plenitud de la vida, precisamente en el horizonte de la Iglesia celestial. Esta fiesta responde a una larga tradición de fe en la Iglesia: orar por aquellos fieles que han acabado su vida terrena y que se encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que los que mueren en gracia y amistad de Dios pero no perfectamente purificados, pasan después de su muerte por un proceso de purificación, para obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo (n 1030).

La práctica de orar por los difuntos es muy antigua. El libro 2º de los Macabeos "Mandó Juan Macabeo ofrecer un sacrificio de expiación por los muertos, para que fueran liberados del pecado" (2Mac 12, 46).Ya desde los primeros tiempos de la fe cristiana, la Iglesia terrena y peregrina -que somos nosotros-, reconociendo la comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ha cultivado con gran piedad la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios por ellos. Nuestra oración por los muertos es, por tanto, no sólo útil sino también necesaria, porque no sólo les puede ayudar, sino que al mismo tiempo hace eficaz su intercesión en favor nuestro.

La oración por los difuntos y la visita a los cementerios, a la vez que muestran nuestro afecto por los que nos han amado en esta vida, nos recuerda que todos tendemos hacia otra vida, más allá de la muerte. Hacemos así profesión de nuestra fe en la vida eterna, en la resurrección de la carne, en la esperanza de llegar a la bienaventuranza eternidad y de nuestra confianza en la misericordia de Dios, necesaria para que quienes han muerto sean purificados de sus faltas, y de la comunión con quienes nos han precedido en el Señor.

No podemos dejar de confiar en Dios ‘rico en misericordia’ para los que esperan y confían en Él. En su misericordia, Dios nos ha pensado junto a Él para siempre. Por eso rezamos con fe por nuestros difuntos. San Agustín decía: "Una lágrima se evapora, una rosa se marchita, sólo la oración llega hasta Dios".