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sábado, 4 de mayo de 2024 | Última actualización: 22:51

El vaso de Horacio

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Santiago Beltrán. Abogado.

Si un vaso no está limpio, lo que en él derrames se corromperá. Lo dijo el gran poeta latino Horacio hace dos mil años, aunque parezca una radiografía de rabiosa actualidad. España está sucia y la podredumbre campa a sus anchas por doquier. No hay organismo o institución pública que se escape de la inmundicia que nos embarga. Si el origen del mal es la propia sociedad o quienes la representan es cuestión que deberá investigarse con interés por sociólogos y filósofos (o quizás por psiquiatras) pero los efectos son tan evidentes que nos están asfixiando sin remisión. Si no fuera porque debemos seguir resistiendo para no hundirnos en la miseria, dan ganas de cometer un despropósito o afiliarte a un partido político o sindicato, y no lo digo con ninguna sorna.

El poder, y no me refiero sólo al político sino a cualquier clase de gobierno, ya sea en el ámbito ejecutivo, legislativo, judicial, empresarial, sindical, administrativo o simplemente ornamental – la monarquía, con minúsculas, es un ejemplo palmario-, está dentro del vaso de Horacio, recreándose en la degeneración moral, luchando a brazo tendido para que sus miembros no sean expulsados e impidiendo que los muchos que desean entrar no lo derramen. El resto desde fuera observamos y nos debatimos entre escalar por sus paredes resbaladizas o apartarnos para no resultar salpicados. No todos caben, solo los que reciben ayudas desde el interior. Como en un coto privado, el estado gremial de los grupos que componen el poder, impide que nadie puede acceder a su privilegios o prebendas, si previamente no se integra en su seno, pagando la factura de la dependencia y subordinación a los postulados establecidos por los individuos dominantes (siempre los mismos, aunque con el indisimulado juego de la alternancia), y con renuncia previa por parte de los iniciados y advenedizos a su libertad individual y personal.

En esta estructura granítica, las órdenes y leyes se dictan con un único objetivo, perpetuar a los miembros del clan y rescatar a los díscolos y pródigos. Si el estado de corrupción no hubiera llegado a sus más altas cotas, sería imposible, no sólo permitir, sino sencillamente comprender y aceptar, que se aprobaran normas como la conocida amnistía fiscal (ejemplo ilustrativo y absoluto de la degeneración del sistema), y que la sociedad no reaccionará de ninguna forma.

Los del exterior del cristal (la inmensa mayoría), siervos de la gleba, pagamos nuestros impuestos religiosamente, a su vencimiento, o somos sancionados con multas y recargos, soportando un esfuerzo fiscal en conjunto superior al cuarenta por ciento en relación a los ingresos obtenidos; si ocultamos los rendimientos obtenidos podemos pagar penas de prisión por delito fiscal; si defraudamos hacen escarnio de nuestros actos en listas públicas de general conocimiento; si se nos condena por impagar una renta de alquiler, seremos noticia de portada de boletín oficial.

Los del interior podrán robar, traficar con influencias (también con drogas, armas, prostitución y otras lindezas), apropiarse de lo ajeno, ocultar, defraudar, evadir, malversas caudales públicos y privados, incluso, reírse de los de fuera del cristal sin inmutarse. El castigo para ellos, mientras sigan perteneciendo al lobby establecido, consiste en hacerles un traje a medida a situación singular (menuda ironía, Sr. Camps), amparándoles en una ley de amnistía, por la que lejos de resultar perjudicados, han de gozar de las siguientes prerrogativas: blanquear el producto de sus fechorías (incluso de lo que estuviera prescrito), pagar por ello un miserable óbolo del diez por ciento de lo ocultado (que puede ser mucho menor al aceptarles que declaren a coste cero todo el numerario prescrito), ocultar su identidad, impedir cruzar datos con otros organismos públicos que puedan averiguar el origen delictivo de los oscuros fondos (fiscalía y judicatura), y por supuesto, limpiarles su dignidad en entredicho, asignándoles nuevas funciones en el grupo (con despacho y secretaria).

Como dijo Groucho Marx, si no peleas para acabar con la corrupción y la podredumbre, acabarás formando parte de ella, y llevamos más de treinta años haciendo oídos sordos y tapándonos la nariz.