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sábado, 20 de abril de 2024 | Última actualización: 14:33

María, Madre de la Iglesia y Madre nuestra

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Casimiro López Llorente. Obispo de Segorbe-Castellón.

A través de un Decreto de la Congregación para el Culto Divino, del mes de febrero pasado, la Santa Sede ha establecido que la memoria de la “Virgen María, Madre de la Iglesia” se celebre cada año el lunes siguiente a Pentecostés. A partir de ahora, esta memoria deberá celebrarse en toda la Iglesia en la celebración de la Misa y en la Liturgia de las Horas. De momento sólo contamos con los textos litúrgicos en latín; para poder hacerlo en castellano hemos de esperar a su traducción y aprobación por la Conferencia Episcopal Española y su confirmación por la Santa Sede.

El papa Francisco desea promover así la devoción a María, Madre de la Iglesia e incrementar también el sentido maternal de la Iglesia en todos los fieles cristianos -pastores, religiosos y fieles laicos- y la genuina piedad mariana. En el decreto, se señala que “esta celebración nos ayudará a recordar que el crecimiento de la vida cristiana, debe fundamentarse en el misterio de la Cruz, en la ofrenda de Cristo en el banquete eucarístico, y en la Virgen oferente, Madre del Redentor y de los redimidos”.

Fue el beato Pablo quien en la clausura de la tercera etapa del Concilio Vaticano II el 21 de noviembre de 1964, declaró solemnemente a la bienaventurada Virgen María “Madre de la Iglesia”, es decir “Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores”. Esta declaración no era totalmente nueva; la piedad cristiana honraba ya a María desde hacía siglos con los títulos equivalentes de Madre de los discípulos, de los fieles, de los creyentes, de todos los que renacen en Cristo, e incluso como Madre de la Iglesia.

Este título expresa la relación maternal de la Virgen con la Iglesia, tal como aparece ya en algunos textos del Nuevo Testamento. María, ya desde la Anunciación, está llamada a dar su consentimiento a la venida del reino mesiánico, que se cumplirá con la formación de la Iglesia. María en Caná, al pedir la intervención a su Hijo, contribuye de un modo fundamental al arraigo de la fe en la primera comunidad de los discípulos. En el Calvario María, uniéndose al sacrificio de su Hijo, ofrece a la obra de la salvación su contribución materna, que asume la forma de un parto doloroso, el parto de la nueva humanidad.

María es Madre de la Iglesia y de cada uno de los creyentes por voluntad del mismo Jesús. Él mismo nos la dio como Madre desde la Cruz. “Jesús, habiendo visto a su Madre, y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu Madre’. Y desde aquella hora el discípulo la acogió como algo propio”. (Jn 19, 26-27). Juan representa a todos los discípulos de Jesús. Así se revela la cumbre de la maternidad de María: en cuanto madre del Salvador, también es la madre de los redimidos, de todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo, de la Iglesia. Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide de María; también le pide que la reconozca como su propia madre y que la ame como él con verdadero afecto filial.

A la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender el sentido auténtico del culto a la Virgen en la comunidad eclesial; esas palabras nos sitúan a los cristianos en la relación filial de Jesús con su Madre, permitiéndonos crecer en la intimidad con ambos. La frase “Ahí tienes a tu madre” expresa la intención y deseo de Jesús de suscitar en sus discípulos una actitud de amor y de confianza en María, impulsándolos a reconocer en ella a su Madre, la madre de todo creyente. En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante relación de amor con él. Descubren, además, la alegría, la paz y la esperanza de confiar en el amor maternal de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles.

María es el camino que lleva a Cristo y la devoción filial dirigida a ella no quita nada a la intimidad con Jesús; por el contrario, la acrecienta. Los innumerables santuarios marianos testimonian las maravillas que realiza la gracia por intercesión de María, Madre del Señor y Madre nuestra. Al recurrir a ella, atraídos por su ternura, también los hombres y las mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y Señor de su vida. Sobre todo los enfermos y los pobres, probados en lo más íntimo de su ser, encontrando refugio y paz en la Madre de Dios, descubren que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia del encuentro con Cristo y su seguimiento en el seno de la comunidad eclesial.

María es verdaderamente Madre de la Iglesia y Madre nuestra. Ella nos engendra continuamente a la vida sobrenatural. Como buena Madre intercede continuamente por nosotros ante su Hijo. Ella siempre nos indica el camino a Cristo. A Cristo por María. Acudamos a María como nuestra Madre, como intercesora y medianera de la gracia.