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jueves, 28 de marzo de 2024 | Última actualización: 12:40

Franco

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Jorge Fuentes. Embajador de España.
Nací en Valencia en la década de los cuarenta del siglo pasado. Los treintaytantos años transcurridos hasta 1975 fueron cruciales en mi vida. En ellos estudié el Bachillerato en el colegio de los Dominicos, hice el servicio militar en el cuartel de Ingenieros transmisores de mi ciudad y realicé mis estudios universitarios en Madrid, Salamanca, Londres y París.
Fueron aquellos años, sobre todo los primeros, los del racionamiento, del pan negro, de las aduanas interiores y los fielatos. Los años del estraperlo, palabro formado por aglutinación de lo apellidos de sus tres "inventores", los judios centroeuropeos Strauss, Pearl y Loman.
España no era por entonces una democracia pero la mayoría de la gente ni lo sabía. Solo los más motivados, algunos universitarios, la 'intelligentsia' y algunos 'viajados' notábamos las diferencias entre nuestro terruño y el extranjero.
Pero no se vivía nada mal en España. Yo tuve una infancia y juventud feliz, sin frustraciones. Participé en asambleas universitarias de protesta, corrí ante los grises por las alamedas de la ciudad universitaria de Madrid. Tuve la suerte de que aquello no me llevara a ser expedientado ni encarcelado.
La vida en España era tranquila e incluso próspera. Empezaban a llegar turistas atraídos por nuestro clima y gran seguridad. No teníamos iPhones, ni iPads, ni súper teles, ni viajes a Extremo Oriente, ni lujosos coches, pero ni falta que nos hacía. Con el 600 y el R-4 íbamos que chutabamos.
Teníamos amigos reales y no virtuales como ahora. Eramos dichosos no solo porque éramos jóvenes sino porque no teníamos grandes traumas. Nuestros padres no estaban divorciados, nuestros amigos no se comían el coco sobre su género y sobre si en breve deberían optar por cambiar de sexo. El sistema nos proporcionaba suficiente tranquilidad y seguridad para callejear y viajar sin miedo a ser robados o secuestrados.
He olvidado decirles que aquella época era la de la oprobiosa dictadura, la del tirano Franco. Pues en sus últimos estertores yo ingresé en la Carrera Diplomática sin enchufes, sin ser hijo de Embajador, ni de Político o Falangista, ni de Grande de España, sino de un ingeniero que perdí demasiado pronto y del que estoy orgulloso.                
Como todos los diplomáticos y otros altos funcionarios del Estado, cuando quise casarme, mi mujer, ciudadana polaca, país miembro del Pacto de Varsovia, tuvo que obtener un visto bueno que la España franquista y retrograda emitió sin la menor dificultad, como si se hubiera tratado de una muchachita de Valladolid.
Claro es que a los encarcelados, los represaliados, a las víctimas les fue mucho peor. Tan mal como les había ido a los perseguidos, encarcelados y asesinados en el periodo del Frente Popular. Paracuellos y las cunetas son las dos vergüenzas simétricas de aquellos tiempos. Nuestros padres y abuelos sufrieron las iras de un bando y otro.
Creíamos que la transición de los años de Suárez y González habían ajustado las cuentas y resuelto la reconciliación. Ahora resulta que no, que la Historia, esa ciencia casi perfecta, debe resolverse sobre la base de la facultad humana menos científica: la memoria,
Y resulta que no habrá reconciliación si no se exhuma a Franco del Valle de los Caídos. Esto  se va a convertir en el cuento de nunca acabar. Hace pocos años se votó el tema en el Congreso, ahora hay que recurrir a un decretazo. Veremos que ocurre en una década. ¿Vamos a tener que pasear los huesos de Franco eternamente?
Lo mejor sería cerrar la cuestión lo antes posible, definitivamente y quitar a Sánchez el juguete con el que distrae la atención de sus muchos errores e infamias, con el que moja la oreja al socialismo de Felipe, con el que no se deja rebasar por la izquierda podemita y con el que intenta desacreditar al incipiente nuevo PP y al declinante Ciudadanos.
¡Bingo! Si Franco no hubiera existido, los de Sánchez lo habrían tenido que inventar.