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jueves, 28 de marzo de 2024 | Última actualización: 14:44

Acoger la Misericordia de Dios

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Casimiro López. Obispo de Segorbe-Castellón.

En nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua hemos de convertir o volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios, a su amor y al prójimo. Sólo así podremos descubrir que en nuestra vida hay acciones u omisiones que nos alejan de Dios, de su amor y del amor al prójimo: esto es el pecado. Cuanto más presente está Dios en el corazón de una persona, más sentido tiene para aquello que la aleja de su amor, más conciencia tiene de pecado. Pero también cuando no alejamos de Él por el pecado, Dios nos sigue amando. Como el fuego que, por su propia naturaleza, no puede sino quemar, así Dios no puede dejar de amar. "Porque Dios es amor" (1 Jn 4,8). Un amor, que incluye el perdón

La Cuaresma es un tiempo propicio para acoger la Misericordia de Dios, para dejarse reconciliar con Él y, en Él, con los hermanos mediante la confesión contrita de nuestros pecados. Como en el caso del hijo pródigo, Dios está esperando siempre a que regresemos a la casa del Padre. Es más: Dios mismo sale a nuestro encuentro y nos ofrece el abrazo del perdón amoroso mediante la Iglesia en el Sacramento de la Penitencia. Quien conoce la profundidad del amor de Cristo y de la misericordia del Padre, siente la insuficiencia de todas sus respuestas, el dolor por la propia infidelidad al amor de Dios y la urgencia de conformarse cada vez más con la caridad de Cristo. Hemos de caminar con la mirada vuelta al Señor, hasta llegar “al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13).

Los bautizados somos peregrinos por los caminos de esta vida. En nuestro caminar, muchas veces tenemos la tentación de abandonar las sendas de Dios y, a veces, las abandonamos y rehusamos su amistad y su amor. No siempre nos mantenemos fieles a la nueva vida de los hijos de Dios que se nos regaló en el bautismo. No somos fieles al amor de Dios, rompemos la amistad con Él, cuando transgredimos los mandamientos, fruto del amor de Dios, que no desea que el hombre se pierda por caminos que enajenan su propia humanidad y lo alejan de Él: “Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 3,23-24).

Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañaríamos (cf. 1 Jn 1,8). Ya el mismo Jesús enseñó a sus discípulos a pedir perdón cada día por sus pecados. Como hijos pródigos nos vemos en la necesidad de repetir con frecuencia: “Padre, he pecado contra el cielo y contra Ti. No soy ya digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15,21). Para que no nos sintamos abandonados a nuestra impotencia y no perdamos la esperanza, Cristo ha querido que su Iglesia sea sacramento de reconciliación.

Solos nunca podremos liberarnos de nuestras debilidades y de nuestros pecados. Sólo Dios tiene el poder de perdonar de verdad los pecados. Y el perdón sanador y  renovador de Dios nos llega por Cristo y por la Iglesia. Jesús nos dio que Él, el Hijo del Hombre, “tiene poder para perdonar los pecados” (Mc 2, 7), que transmite a sus apóstoles diciéndoles: “a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,22). Sólo el Señor puede confiar a otros el poder de perdonar los pecados en su nombre con el poder recibido de Dios.  En el sacramento de la Penitencia experimentamos de un modo pleno y eficaz la misericordia divina. Confesando contritos, personal e íntegramente, los pecados, por la absolución del ministro de la Iglesia -del Obispo o de los presbíteros- recibimos el abrazo de reconciliación de la Iglesia y, con él, el del mismo Cristo.

Hay quien dice que él se confiesa con Dios. Sin embargo, Cristo mismo nos muestra que quiere encontrarse con nosotros mediante el contacto directo, que pasa por los signos de nuestra condición humana. Como Él mismo vino a ‘tocarnos’ con su carne, así estamos llamados a salir de nosotros mismos para acudir con humildad y fe a quien nos puede dar el perdón en su nombre. La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino, que nos ofrece Jesús y se nos transmite por los ministros de la Iglesia. Acerquémonos a la confesión y dejémonos abrazar por el Señor Jesús.