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viernes, 19 de abril de 2024 | Última actualización: 14:48

Contemplar la bondad de la creación

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Casimiro López Llorente. Obispo de Segorbe-Castellón.

Queridos diocesanos,

En su encíclica Laudato si, el papa Francisco nos ha dirigido a todos una llamada urgente a cuidar de la naturaleza o mejor de la creación, como habla la tradición cristiana. Decir creación supone reconocer un Dios creador, quien amorosa y libremente decidió crear el mundo; supone reconocer que la naturaleza creada es un don del Creador. El Papa nos invita a una "conversión ecológica", y a una ecología integral. Nuestra relación con la naturaleza no puede estar impulsada por la codicia, por la manipulación, por la explotación o la destrucción, sino que ha de conservar la armonía divina entre las criaturas y lo creado mediante el respeto y el cuidado, para ponerla al servicio de todos los hermanos y también de las generaciones futuras.

Una actitud previa y necesaria que nos motivará y nos moverá al cuidado de la creación es contemplar la bondad de la creación; es decir, ver el mundo con los ojos de Dios Creador. En el libro del Génesis, al inicio de toda la Biblia, se pone de relieve que Dios se complace en su creación, subrayando la belleza y la bondad de cada cosa: la luz, la tierra, el mar, la hierba verde, los árboles frutales, las estrellas, el sol y la luna, el firmamento, los peces y los pájaros, las fieras y los ganados. Al término de cada jornada, se dice: "Y vio Dios que era bueno" (1, 12.18.21.25): si Dios ve que la creación es una cosa buena y hermosa, también nosotros debemos ver que la creación es algo bueno y hermoso. De la contemplación de la bondad y de la hermosura de la creación, don de Dios, brotará en nosotros la gratitud, la alabanza y la acción gracias a Dios por habernos dado tanta belleza.

Y Dios, cuando terminó de crear al hombre no dijo "vio que era bueno", sino que dijo que era "muy bueno" (v. 31). A los ojos de Dios, el ser humano es la cosa más hermosa, más grande de toda la creación: incluso los ángeles están por debajo de él. Mirar al ser humano con los ojos de Dios nos coloca en profunda sintonía con el Creador y nos hace participar de la limpieza de su mirada y de su juicio. Y en esta perspectiva logramos ver en el hombre y en la mujer el vértice de la creación, como realización de un designio de amor que está impreso en cada uno de nosotros y que hace que nos reconozcamos como hermanos y hermanas.

Todo esto es motivo de serenidad y de paz, de alabanza y de acción de gracias, y hace del cristiano un testigo gozoso de Dios, siguiendo las huellas de san Francisco de Asís y de muchos santos que supieron alabar y cantar su amor a través de la contemplación de la creación.

Contemplar así la creación nos ayuda a no caer en actitudes excesivas o equivocadas. La primera la constituye el riesgo de considerarnos dueños de la creación. La creación no es una propiedad, de la cual podemos disponer a nuestro gusto; ni, mucho menos, es una propiedad sólo de algunos, de unos pocos: la creación es un don, es un don maravilloso que Dios nos ha dado para que cuidemos de él y lo utilicemos en beneficio de todos, siempre con gran respeto y gratitud. La segunda actitud errónea está representada por la tentación de detenernos en las creaturas, como si éstas pudiesen dar respuesta a todas nuestras expectativas.

Somos custodios y administradores, no dueños de lo creado, de la naturaleza, de los recursos naturales. Debemos custodiar la creación porque es un don que el Dios nos ha dado, es su regalo a nosotros. Cuando explotamos la creación, destruimos el signo del amor de Dios. Cuando destruimos la creación, decimos no a Dios, a su amor creador, a la bondad y belleza de la creación: es un pecado que destruye nuestra relación con Dios, con los demás y con toda las demás creaturas.

Cuando contemplamos la creación con los ojos de Dios, nuestros ojos se abren a la contemplación de Dios mismo, en la belleza de la naturaleza y la grandiosidad del cosmos; descubrimos cómo cada cosa nos habla de Él y de su amor. Todo esto suscita en nosotros gran estupor y un profundo sentido de gratitud, que nos conduce a alabar al Señor y a reconocer, en todo lo que tenemos y somos, un don inestimable de Dios y un signo de su infinito amor por nosotros.